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2.1. Contexto económico, social y político

"La historia, en gran medida, es una construcción subjetiva, ya que el historiador interpreta retrospectivamente el desorden de los hechos humanos para darles sentido. ______ (Carr, 1961)

Este proceso enfrenta riesgos como la simplificación excesiva, la falta de comprensión de las causas y efectos, y la influencia de las perspectivas de la época del historiador. Así, la historia no solo refleja las actitudes y necesidades del presente, sino también los logros del pasado, aunque la búsqueda de objetividad siempre se ve limitada por la interpretación individual.

Transformaciones de finales del siglo XIX y principios del XX configuraron el mundo contemporáneo

El período comprendido entre 1870 y 1914 constituye una de las épocas más fascinantes y decisivas de la historia europea y española. En apenas cuatro décadas, el continente experimentó transformaciones tan profundas que alteraron para siempre el curso de la civilización occidental. Desde la consolidación de la Segunda Revolución Industrial hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, esta era forjó el panorama político, económico y social que definiría el siglo XX (Hobsbawm, 1995).

Para comprender nuestro presente, resulta imprescindible analizar esta época de contradicciones extraordinarias: mientras Europa vivía un crecimiento económico sin precedentes y una expansión tecnológica revolucionaria, también gestaba las tensiones que la conducirían al abismo de la Gran Guerra. España, por su parte, emprendió su propio camino hacia la modernidad, marcado por avances significativos pero también por limitaciones estructurales que la diferenciaron del desarrollo de las principales potencias europeas (Pérez Casanova, 2015).

La Revolución Tecnológica que Cambió el Mundo

La Segunda Revolución Industrial constituye la clave para entender las transformaciones de este período. A diferencia de la primera fase industrializadora, centrada en el carbón, el hierro y el ferrocarril, esta nueva etapa se caracterizó por tres innovaciones fundamentales: la electricidad, la industria química y el motor de combustión interna (Larrinaga, 2007).

La electricidad se convirtió en el símbolo de la nueva era. Las ciudades europeas comenzaron a iluminarse, transformando tanto la vida doméstica como los procesos industriales. Su impacto trascendió lo meramente técnico: permitió extender la jornada productiva, modificó los patrones de ocio urbano y facilitó el desarrollo de nuevas formas de comunicación. Paralelamente, la industria química revolucionó desde la agricultura, mediante fertilizantes artificiales, hasta la medicina y la manufactura textil.

El motor de combustión interna inauguró una nueva era de movilidad que tendría consecuencias profundas en la organización territorial y social. Aunque su impacto masivo se produciría en décadas posteriores, ya en este período comenzó a transformar el transporte urbano y a prefigurar las posibilidades de una movilidad individual que rompería las limitaciones geográficas tradicionales.

El Nuevo Mapa Geopolítico Europeo

El período se caracterizó por una reconfiguración radical del equilibrio de poder en Europa, con la unificación alemana como elemento desestabilizador central. La victoria prusiana sobre Francia en 1871 no solo alteró las fronteras europeas, sino que estableció un nuevo orden continental donde Alemania emergía como la potencia dominante, desplazando a Francia de su posición hegemónica (Furet, 1989).

Otto von Bismarck diseñó un sofisticado sistema de alianzas destinado a aislar diplomáticamente a Francia y mantener la supremacía alemana. La Triple Alianza de 1882, que vinculaba a Alemania, Austria-Hungría e Italia, representaba un ejercicio de equilibrio diplomático extraordinariamente complejo que buscaba contener los conflictos balcánicos y preservar la estabilidad continental. Sin embargo, este delicado equilibrio se desmoronó tras la dimisión de Bismarck en 1890, cuando el Káiser Guillermo II adoptó la agresiva Weltpolitik que priorizaba la expansión colonial y la confrontación directa con el Reino Unido.

La formación de bloques antagónicos se completó con la Alianza Franco-Rusa de 1894, que rompía el aislamiento francés y creaba una dinámica de tensión permanente. Europa se dividía así en dos campos hostiles: la Triple Alianza frente a lo que se convertiría en la Triple Entente con la incorporación del Reino Unido. Esta bipolarización del continente transformó cualquier conflicto regional en una amenaza potencial para la paz general, creando una espiral de tensiones que haría inevitable el conflicto generalizado.

Los Balcanes se consolidaron como el epicentro de las tensiones europeas, ganándose el sobrenombre de "polvorín de Europa". El declive del Imperio Otomano, combinado con el despertar de los nacionalismos eslavos, creó un vacío de poder que las grandes potencias intentaron llenar según sus intereses estratégicos. Serbia, respaldada por Rusia, promovía la idea de una gran nación eslava que incluiría los territorios habitados por poblaciones serbias bajo dominio austro-húngaro.

Esta rivalidad austro-serbia, amplificada por el apoyo de sus respectivos aliados, se convertiría en el detonante inmediato de la Primera Guerra Mundial. Las guerras balcánicas de 1912-1913 demostraron la fragilidad del equilibrio regional y la incapacidad de las grandes potencias para gestionar pacíficamente sus rivalidades. El asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo en 1914 fue simplemente la chispa que encendió un polvorín que llevaba décadas acumulando tensiones.

El Nacimiento de la Sociedad de Masas

El período 1870-1914 fue testigo del nacimiento de la sociedad de masas en Europa. El crecimiento urbano acelerado, consecuencia de la industrialización, concentró a millones de personas en las ciudades, creando nuevas formas de sociabilidad y organización social. Este proceso de urbanización masiva transformó radicalmente el paisaje europeo: las ciudades derribaron sus murallas medievales, construyeron ensanches burgueses y vieron surgir suburbios obreros que alteraron completamente su fisonomía tradicional (Carrillo, 2009).

La expansión gradual del sufragio en las democracias emergentes permitió una mayor participación política de sectores burgueses y trabajadores, aunque de forma profundamente desigual según los países. Este proceso generó un entorno político dinámico que marcó la irrupción de los trabajadores organizados en el ámbito político como un desafío directo al poder tradicional de las élites aristocráticas y monárquicas. La fundación de la Segunda Internacional en 1889 unió movimientos obreros de diferentes países en una plataforma internacional para la defensa de los derechos laborales y el impulso de reformas sociales.

El Movimiento Obrero como Fuerza Transformadora

El surgimiento de partidos socialistas y sindicatos en el último tercio del siglo XIX reflejó las crecientes demandas de los trabajadores industriales. En países como Francia y Alemania, los partidos socialdemócratas se consolidaron como fuerzas políticas clave, representando a una clase trabajadora cada vez más organizada y consciente de sus derechos. La socialdemocracia alemana se convirtió en el modelo a seguir para los movimientos obreros europeos, demostrando que era posible combinar la lucha sindical con la participación electoral (García, 2013).

La ideología marxista proporcionó un marco teórico coherente para la organización obrera, ofreciendo tanto un análisis del funcionamiento del capitalismo como una estrategia para su superación. Sin embargo, el movimiento obrero europeo también experimentó divisiones internas entre reformistas y revolucionarios, entre quienes apostaban por la integración en el sistema parlamentario y quienes defendían la acción directa. Estas tensiones se manifestarían con particular intensidad en el anarquismo, que rechazaba toda forma de autoridad estatal y apostaba por la revolución social inmediata.

El Despertar del Feminismo

El movimiento sufragista femenino emergió como una de las fuerzas transformadoras más significativas de finales del siglo XIX. Liderado por figuras emblemáticas como Emmeline Pankhurst en el Reino Unido, este movimiento representó campañas sistemáticas por el derecho al voto y la igualdad de derechos civiles. La lucha por la emancipación de las mujeres se convirtió en una de las grandes batallas sociales del fin de siglo, reflejando las tensiones de una sociedad que buscaba adaptarse a los cambios vertiginosos de la modernidad.

El feminismo de esta época no se limitaba a la demanda del derecho al voto, sino que planteaba una revisión integral de las relaciones de género en la sociedad industrial. Las mujeres de clase media, beneficiarias de una mayor educación y tiempo libre, comenzaron a cuestionar su confinamiento al ámbito doméstico y a reclamar su participación en la vida pública. Este proceso se vio facilitado por los cambios tecnológicos que transformaron el trabajo doméstico y por la expansión de empleos administrativos que se consideraban apropiados para las mujeres.

España: La Búsqueda de la Modernidad

Los primeros años de la década de 1870 en España estuvieron marcados por una inestabilidad política extrema que reflejaba la dificultad del país para encontrar un modelo político viable. El reinado de Amadeo I de Saboya se vio constantemente amenazado por múltiples conflictos simultáneos: la guerra en Cuba, la tercera guerra carlista y las diversas insurrecciones republicanas. La proclamación de la Primera República en febrero de 1873 representó el primer intento republicano en la historia de España, pero se caracterizó por una extrema inestabilidad que vio sucederse cuatro presidentes en once meses.

La crisis del Sexenio Democrático no era únicamente política, sino que reflejaba problemas estructurales más profundos de la sociedad española. La crisis económica que se había iniciado en 1866, combinando la crisis financiera europea con las malas cosechas de los años siguientes, había creado un clima de malestar social que se manifestaba en revoluciones urbanas y levantamientos campesinos. El estallido de la burbuja ferroviaria paralizó la economía y redujo drásticamente el empleo industrial, alterando la estructura social y creando tensiones que se reflejaron en la inestabilidad política del período.

El Sistema Canovista: Estabilidad Oligárquica

El pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto el 29 de diciembre de 1874 restauró la monarquía borbónica en la figura de Alfonso XII, iniciando el período conocido como la Restauración. Antonio Cánovas del Castillo, arquitecto intelectual del nuevo sistema, diseñó un modelo político basado en la alternancia pacífica en el poder entre dos grandes partidos dinásticos: el Conservador y el Liberal. La Constitución de 1876 establecía una monarquía parlamentaria que otorgaba a la Corona un papel de "poder moderador" con capacidad para nombrar gobierno y disolver las cámaras (Moreno Juste, 2013) . Este caciquismo, denunciado posteriormente por Joaquín Costa, evidenciaba un desfase entre el país legal y el real, limitando la participación popular en un contexto donde Europa avanzaba hacia una expansión del sufragio .

La muerte de Alfonso XII en 1885, víctima de la tuberculosis, introdujo un momento de incertidumbre política. Las aspiraciones de carlistas, republicanos y partidarios del retorno de Isabel II amenazaron la estabilidad alcanzada, pero el Pacto de El Pardo entre Cánovas y Sagasta aseguró la continuidad mediante la regencia de María Cristina de Habsburgo, viuda del monarca y madre del futuro Alfonso XIII, nacido en 1886. Este acuerdo consolidó el turnismo y permitió al sistema resistir tensiones internas, aunque su carácter oligárquico y centralista no estuvo exento de críticas.Durante este período, Sagasta, en sus gobiernos de 1881-1883 y 1885-1890, impulsó reformas liberales como la libertad de cátedra, prensa y asociación, además del sufragio universal masculino en 1890, llevando el sistema a una aparente plenitud liberal, aunque limitada por las estructuras clientelares .

En el ámbito económico, la década de 1880 coincidió con la Gran Depresión europea, que impactó severamente a España, cuya economía dependía del sector agrario. La caída de los precios agrícolas, resultado de la competencia de importaciones transatlánticas, afectó a pequeños propietarios y arrendatarios, muchos de los cuales abandonaron sus tierras, generando un éxodo rural hacia ciudades como Barcelona y Bilbao, centros industriales, o hacia urbes no industrializadas como Zaragoza y Valencia, donde el desempleo y la mendicidad aumentaron drásticamente. La prensa de la época reflejaba cómo familias enteras recurrían a la mendicidad, un síntoma de la profunda crisis social que acompañaba a la económica, evidenciando las limitaciones de una industrialización incipiente para absorber la migración y mitigar el impacto de la depresión .

En conclusión, la España de la década de 1880 fue un país de marcados contrastes, donde la estabilidad política de la Restauración borbónica, sustentada en el turnismo y el caciquismo, convivía con profundas crisis sanitarias como la del cólera, económicas como la Gran Depresión agraria, y sociales derivadas del éxodo rural y la mendicidad. No obstante, la Exposición Universal de Barcelona de 1888 ofreció un contrapeso de optimismo, proyectando una imagen de progreso y abriendo un camino hacia la europeización, especialmente de Cataluña. Esta década, caracterizada por la incertidumbre y la transformación, reflejó las tensiones de una nación en transición hacia la modernidad, atrapada entre estructuras arcaicas y aspiraciones de cambio, como han analizado historiadores como Moreno Juste (2013) y otros estudios sobre el período 

La Modernización Económica Desigual

El desarrollo económico español durante la Restauración fue real pero marcadamente desigual. A diferencia de los modelos de industrialización nacionales y centralizados de potencias como Alemania o el Reino Unido, el español fue un proceso regionalmente concentrado, dependiente del capital extranjero y condicionado por un mercado interior débil. Cataluña se consolidó como el gran motor de la industria textil, aprovechando una tradición manufacturera previa y una burguesía emprendedora (Economía3, 2022).

El País Vasco experimentó una revolución siderúrgica gracias a la exportación masiva de mineral de hierro de alta calidad a Gran Bretaña. Este comercio generó los capitales necesarios para crear una potente industria local, aunque inicialmente con una fuerte dependencia técnica y financiera del exterior. La siderurgia vasca despegó gracias a la inversión de capital galés, que aportaba la técnica y el carbón de coque necesario. Las exportaciones de mineral de hierro del País Vasco durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX supusieron la fuente de financiación esencial de la industria y el capitalismo vasco.

A pesar de estos focos de dinamismo, el conjunto de la economía española enfrentaba serios obstáculos que lastraban una industrialización plena. Un sector agrario atrasado seguía siendo la principal actividad económica, pero era poco productivo y estaba anclado en estructuras de propiedad latifundistas en el sur o minifundistas en el norte, con escasa mecanización. Esto limitaba la capacidad de consumo de la mayoría de la población rural.

El desarrollo económico desigual favoreció el surgimiento de movimientos nacionalistas en las regiones más industrializadas. El nacionalismo catalán y vasco exigía autonomía frente al centralismo, reflejando la pluralidad de identidades que cohabitaban en la Península Ibérica. En Cataluña, la próspera burguesía industrial, que se sentía maltratada por un Estado que no comprendía sus intereses, lideró un movimiento que pasó de ser cultural a político.

Sin embargo, estos focos de dinamismo contrastaban con los obstáculos estructurales que impedían una industrialización homogénea. El sector agrario, que seguía siendo la principal actividad económica, estaba anclado en un atraso productivo, con estructuras de propiedad marcadas por el latifundismo en el sur y el minifundismo en el norte, y una mecanización prácticamente inexistente. Esta situación, agravada por la Gran Depresión europea de finales del siglo XIX, limitaba la capacidad de consumo de la población rural, que constituía la mayoría del país, y restringía el mercado interior necesario para sostener un crecimiento industrial sostenido. Como apunta Tortella (2000), la incapacidad de modernizar la agricultura y redistribuir la riqueza perpetuó la dualidad entre regiones industrializadas y un interior rural estancado, profundizando las desigualdades económicas y sociales.

En conclusión, la modernización económica durante la Restauración borbónica fue un proceso fragmentado, con polos de desarrollo en Cataluña y el País Vasco que contrastaban con el estancamiento agrario del resto del país, perpetuando desigualdades y limitando una industrialización integral. Este desequilibrio, agravado por la dependencia de capital extranjero y un mercado interior débil, no solo marcó la estructura económica, sino que también impulsó los nacionalismos periféricos, que reclamaron autonomía frente al centralismo. Eventos como la Exposición Universal de Barcelona de 1888 proyectaron una imagen de progreso y esperanza, pero no lograron ocultar las tensiones sociales y políticas subyacentes. Como han señalado historiadores como Tortella (2000) y Fernández de Pinedo (1995), este período refleja las contradicciones de una España en transición, atrapada entre la modernidad y las estructuras arcaicas, un legado que moldearía su historia en el siglo XX.

El Movimiento Obrero Español

El crecimiento industrial en Cataluña y el País Vasco propició el surgimiento de organizaciones sindicales como la UGT y la CNT. El auge del movimiento obrero en España reflejó tanto el impacto de la industrialización como las tensiones de un sistema político incapaz de adaptarse a las nuevas realidades sociales. La irrupción de los trabajadores organizados en el ámbito político representó un desafío directo al poder tradicional de las élites aristocráticas y monárquicas.

En 1879 se fundó el PSOE bajo el liderazgo de Pablo Iglesias, y en 1888 su brazo sindical, la UGT, de orientación marxista y reformista. Por su parte, el anarquismo, con un fuerte arraigo en Cataluña y Andalucía, apostaba por la acción directa y la huelga revolucionaria, y terminaría organizándose en la CNT en 1910. La creciente conflictividad social, con episodios como la Semana Trágica de Barcelona en 1909, evidenció la incapacidad del sistema de la Restauración para integrar las demandas de la clase trabajadora (Forner, 2007).

El Desastre del 98 y el Regeneracionismo

En 1898, la rápida derrota en la guerra contra Estados Unidos supuso la pérdida de las últimas colonias de ultramar: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. El "Desastre del 98" conmocionó a la sociedad española y provocó una profunda crisis de conciencia nacional. Sin embargo, su impacto real fue más moral e ideológico que económico o político. Las consecuencias económicas de la pérdida colonial no fueron catastróficas y, a largo plazo, resultaron incluso beneficiosas.

El fin del imperio liberó al Estado de los enormes gastos militares y administrativos que suponía mantener las colonias. Además, la repatriación de los capitales de los españoles que regresaron de Cuba inyectó una importante liquidez en la economía peninsular, financiando la creación de nuevos bancos e industrias y contribuyendo a la "nacionalización" del capitalismo español. El sistema político de la Restauración también sobrevivió a la crisis sin grandes cambios, demostrando su resiliencia.

La verdadera herida fue moral. El Desastre del 98 evidenció la decadencia de España y la ficción sobre la que se asentaba el discurso oficial de gran potencia. Esta percepción de fracaso colectivo dio lugar a un movimiento de crítica y reflexión conocido como Regeneracionismo. Intelectuales, escritores y políticos como Joaquín Costa analizaron las causas del "problema de España" y propusieron soluciones (Costa, 1901).

Costa, la figura más emblemática del movimiento, clamó por una modernización real del país, alejada de las glorias pasadas. Su famoso lema, "Escuela, despensa y doble llave al sepulcro del Cid", era un llamado a priorizar la educación, mejorar la producción agrícola y "europeizar" España, dejando atrás el lastre de un pasado imperial anacrónico. Aunque el Regeneracionismo no se tradujo en reformas políticas inmediatas, impregnó el debate público durante décadas e inspiró a la generación de políticos y pensadores que protagonizarían las crisis del primer tercio del siglo XX.

Hacia la Gran Guerra: El Legado de una Época

Al llegar a 1914, Europa había experimentado transformaciones tan profundas que el continente era irreconocible comparado con el de 1870. El sistema de alianzas había cristalizado en dos bloques antagónicos: la Triple Entente, formada por Francia, Rusia y el Reino Unido, y la Triple Alianza, compuesta por Alemania, Austria-Hungría e Italia. Estas alianzas estratégicas configuraron la geopolítica europea, creando una compleja red de relaciones que acabó desembocando en la Primera Guerra Mundial (Spengler, 1918).

El período ilustra cómo Europa se convirtió en el eje de la escena mundial como resultado de la dinámica política interna, las ambiciones imperialistas y el sistema de alianzas que se estableció entre las grandes potencias. La rivalidad exacerbada entre las potencias europeas, que luchaban por el control de las colonias, los mercados y los recursos naturales, había avivado las tensiones hasta el punto de hacer inevitable un conflicto de proporciones continentales.

Hacia 1914, España había logrado cierta estabilidad política y un crecimiento económico moderado pero sostenido. El país se preparaba para enfrentar los desafíos que plantearía la Primera Guerra Mundial, aunque su declaración de neutralidad le permitiría beneficiarse económicamente del conflicto europeo. Sin embargo, las tensiones acumuladas durante este período entre las demandas de modernización económica y las resistencias del sistema político tradicional sentarían las bases para las crisis que experimentaría España en las décadas siguientes.

El período 1870-1914 representa, en definitiva, un momento bisagra en la historia europea y española. Fue una época en la que se gestaron tanto las bases de la modernidad industrial y democrática como las tensiones que conducirían a las catástrofes del siglo XX. Comprender esta época es esencial para entender no solo las transformaciones que configuraron el mundo contemporáneo, sino también las contradicciones y conflictos que aún hoy definen nuestras sociedades.

Bibliografia:

· Forner, S. (2007). El movimiento obrero en España durante la Restauración. Universidad de Alicante.
· Furet, F. (1989). La Revolución Francesa. Rialp.
· Fusi, J. P. (1987). España: La evolución de la identidad nacional. Temas de Hoy.
· García, M. (2013). Socialismo y movimiento obrero en Europa (1870-1914). Cátedra.
· Hobsbawm, E. (1995). Historia del siglo XX. Grijalbo.
· Larrinaga, C. (2007). La Segunda Revolución Industrial en España. Síntesis.
· Moreno Juste, A. (2013). El sistema canovista: Política y sociedad en la España de la Restauración.
· Pérez Casanova, R. (2015). España Modernización y atraso (1870-1914). Universidad Complutense.
· Pérez Garzón, J. S. (2011). El Regeneracionismo español: Crisis y renovación intelectual. Biblioteca -  
 ·Spengler, O. (1918). La decadencia de Occidente. Espasa-Calpe.

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