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28/6/25

La Segunda Revolución Industrial como Laboratorio de la Modernidad


1. Transformaciones Estructurales, Energéticas y Socioculturales (1870-1914)

La Segunda Revolución Industrial (1870-1914) constituye un fenómeno de alcance global que modificó sustancialmente los sistemas productivos, las estructuras económicas y los patrones de vida cotidiana a escala planetaria, representando la cristalización de la modernidad industrial (Hobsbawm, 1987; Miranda Encarnación, 2011). A diferencia de su predecesora, circunscrita principalmente al territorio británico, esta segunda fase se caracterizó por su dimensión transnacional, incorporando como protagonistas a potencias emergentes como Alemania, Estados Unidos y Japón, configurando así un nuevo mapa geopolítico de la modernización industrial (Landes, 1969; Chandler, 1977).

Este proceso transformador no puede ser conceptualizado meramente como una sucesión cronológica de inventos, sino que debe ser comprendido como el gran laboratorio de la modernidad, donde se articularon las esperanzas y los temores de una humanidad que experimentaba por primera vez la vida en un mundo radicalmente alterado por la técnica (Hobsbawm, 1987; Mumford, 1934). La perspectiva arqueológica de los medios, desarrollada por teóricos como Friedrich Kittler y Jussi Parikka, proporciona un marco conceptual fundamental para examinar las condiciones materiales y técnicas que posibilitaron esta transformación comunicativa y cultural (Kittler, 1999; Parikka, 2012).

La Segunda Revolución Industrial articuló un universo de hierro, vapor y cables que contrajo las distancias y expandió las posibilidades humanas, generando un sentimiento de asombro colectivo que todavía palpita en la memoria urbana (Hobsbawm, 1995; Schivelbusch, 1977). Cada kilómetro de vía férrea, cada poste telegráfico y cada turbina señalaba la voluntad de dominar el espacio y el tiempo, integrando mercados, acelerando el periodismo y democratizando el acceso a la imagen (Benjamin, 1936; Kern, 1983).

2. Nuevas Matrices Energéticas: Electricidad y Petróleo como Vectores de Transformación

Si el vapor había constituido el alma de la primera era industrial, manifestándose como una fuerza bruta y ruidosa que movía telares y locomotoras, la Segunda Revolución Industrial encontró sus propios "dioses energéticos" en la electricidad y el petróleo (Hughes, 1983; Santos Aguirre, 2023). Estas nuevas fuentes energéticas no solo demostraron ser más eficientes y versátiles que sus predecesoras, sino que transformaron radicalmente la geografía de la industria y redefinieron los patrones de la vida cotidiana urbana (Nye, 1990; Tarr, 1996).

La electricidad, conceptualizada por Hughes como una "red de poder", iluminó hogares, calles y fábricas, extendiendo efectivamente las horas útiles del día y posibilitando nuevas formas de ocio y trabajo (Hughes, 1983). Esta "conquista de la noche" (Schivelbusch, 1988) prolongó las jornadas comerciales y creó un segundo turno de sociabilidad, redefiniendo la experiencia urbana y transformando el ritmo circadiano de la modernidad industrial (Melbin, 1987; Ekirch, 2005).

Las ciudades, anteriormente oscuras y peligrosas al anochecer, se iluminaron, permitiendo una vida social y laboral que se extendía más allá de la puesta de sol. La iluminación eléctrica conquistó la noche de los bulevares y los cafés-concert, creando nuevos espacios de sociabilidad urbana que democratizaron el entretenimiento (Schlör, 1998; Baldwin, 1999).

Paralelamente, el desarrollo del motor de combustión interna alumbró automóviles y aeronaves que literalmente encogieron el planeta, mientras que innovaciones en telecomunicaciones como el teléfono y la radio inauguraron la era de la inmediatez comunicativa, dotando a la opinión pública de un sentido de simultaneidad global sin precedentes en la historia humana (Kittler, 1999; Standage, 1998). Esta revolución en las comunicaciones constituyó un elemento fundamental en la configuración de la primera globalización moderna (O'Rourke & Williamson, 1999; Bordo et al., 1999).

3. La Revolución del Bienestar Material y la Transición Epidemiológica

El primer gran legado de esta transformación estructural fue el extraordinario progreso material que trajo consigo, manifestándose en una mejora sustancial de las condiciones de vida de amplios sectores de la población. La vida cotidiana experimentó cambios radicales cuando la teoría microbiana de la enfermedad, desarrollada por los trabajos pioneros de Louis Pasteur y Robert Koch, transformó fundamentalmente la lucha contra las infecciones y sentó las bases científicas de la medicina moderna (Miranda Encarnación, 2011; Porter, 1997).

Esta revolución médica se tradujo en la implementación sistemática de medidas de salud pública: el suministro de agua potable, la generalización de programas de vacunación y las mejoras sustanciales en el saneamiento urbano redujeron drásticamente la mortalidad infantil y permitieron que millones de personas disfrutaran de una vida más prolongada y saludable, impulsando la esperanza de vida hacia cotas históricamente inéditas (McKeown, 1976; Preston, 1975).

La transición epidemiológica resultante de estos avances científicos y tecnológicos generó un dividendo demográfico que se tradujo en un incremento significativo de la población activa disponible, proporcionando la base humana necesaria para sostener el crecimiento industrial acelerado (Omran, 1971; Caldwell, 1976). Este fenómeno demográfico, caracterizado por la reducción de las tasas de mortalidad y el mantenimiento temporal de altas tasas de natalidad, configuró las condiciones poblacionales que hicieron posible la expansión urbana e industrial sin precedentes que caracterizó este período (Chesnais, 1986; Coale, 1973).

4. Transformaciones en la Organización Productiva: Taylorismo y Fordismo

La implementación de la producción en cadena y los principios del taylorismo multiplicaron exponencialmente la oferta de bienes manufacturados y abarataron significativamente sus precios, convirtiendo artículos anteriormente reservados a minorías privilegiadas en objetos cotidianos de una nueva clase media en expansión (Miranda Encarnación, 2011; Hounshell, 1984).

El taylorismo, desarrollado por Frederick W. Taylor, propuso una reorganización científica del trabajo basada en la descomposición de cada tarea del proceso productivo en movimientos simples y cronometrados, eliminando cualquier gesto considerado inútil y estableciendo tiempos estándar para cada operación (Taylor, 1911; Nelson, 1980). El objetivo fundamental era maximizar la eficiencia productiva y eliminar la autonomía tradicional del trabajador, quien debía limitarse a ejecutar las órdenes de la dirección de la manera más rápida y precisa posible. Aunque el taylorismo incrementó drásticamente la productividad, también fue objeto de críticas por su deshumanización del trabajo, convirtiendo al obrero en un mero engranaje de una maquinaria perfectamente sincronizada (Braverman, 1974; Noble, 1977).

Henry Ford llevó estas ideas a su máxima expresión combinándolas con una innovación decisiva: la cadena de montaje móvil. La implementación de este sistema en la fabricación del Modelo T en 1913 redujo el tiempo de ensamblaje de 12 horas y 30 minutos a apenas 1 hora y 33 minutos, demostrando el potencial revolucionario de la organización científica del trabajo aplicada a la producción industrial masiva (Ford, 1922; Meyer, 1981). Este sistema productivo, conocido como fordismo, tuvo enormes consecuencias: redujo los costos de producción y multiplicó la cantidad de automóviles fabricados, democratizando el acceso al transporte privado (Gramsci, 1971; Aglietta, 1979).

5. La Infraestructura del Progreso: Ferrocarriles, Acero y Navegación a Vapor

La extensión masiva de las redes ferroviarias entre 1870 y 1914 moldeó un paisaje ferroviario paneuropeo que superó los 200.000 kilómetros de vía, multiplicando por diez la longitud existente en 1850 y convirtiendo al tren en el vehículo icónico del progreso industrial (Mitchell, 1975; Ville, 1990). Las vías de acero Bessemer demostraron ser mucho más duraderas y seguras que sus predecesoras de hierro, permitiendo que los trenes circularan a mayor velocidad y transportaran cargas más pesadas con niveles de seguridad sin precedentes (Temin, 1964; McCloskey, 1973).

Las empresas ferroviarias, como la emblemática MZA española, crearon embriones de mercados laborales internos que garantizaron carreras profesionales prolongadas a sus trabajadores, anticipando el modelo de empleo corporativo que caracterizaría el siglo XX (Chandler, 1977; Tortella, 2000). La puntualidad ferroviaria impuso la necesidad del horario uniforme, obligó a sincronizar relojes a escala nacional e internacional, y legitimó la noción de "tiempo objetivo", transformando profundamente la percepción colectiva de la distancia y la temporalidad (Whitrow, 1988; Galison, 2003).

La revolución del acero tuvo implicaciones que trascendieron el ámbito del transporte ferroviario. Los barcos, anteriormente construidos con madera y posteriormente con hierro, adoptaron cascos de acero que permitieron construir navíos más grandes, rápidos y robustos, capaces de cruzar los océanos en tiempo récord y con una capacidad de carga sin precedentes (Headrick, 1988; Graham, 1956). Esta innovación resultó vital para el auge del comercio internacional y los grandes movimientos migratorios de la época, ya que la navegación a vapor redujo la travesía atlántica de semanas a días, haciendo rentable el transporte de productos perecederos y configurando puertos como Liverpool, Hamburgo y Buenos Aires en nodos esenciales de la economía atlántica (Harley, 1988; North, 1958).

El impacto del acero fue quizás más visible en la transformación del paisaje urbano. Su resistencia estructural hizo posible la construcción de rascacielos, esos gigantes arquitectónicos que comenzaron a definir el horizonte de ciudades como Chicago y Nueva York. Estructuras emblemáticas como el Puente de Brooklyn (1883) o la Torre Eiffel (1889), construida para la Exposición Universal de París, se convirtieron en símbolos icónicos de esta nueva era de audacia ingenieril, demostrando al mundo las posibilidades aparentemente ilimitadas del nuevo material (Giedion, 1941; Condit, 1960).

6. La Revolución de las Comunicaciones: Telégrafo, Teléfono y Radio

La difusión masiva de cables submarinos a partir de 1866 convirtió a Londres en el gran centro de intercambio de datos mercantiles, otorgando a la City la ventaja de la primera señal y consolidando el estatus imperial en el ámbito de la información (Headrick, 1991; Winseck & Pike, 2007). Esta supremacía informativa se tradujo en una ventaja competitiva decisiva en los mercados financieros internacionales, mientras que las elevadas tarifas telegráficas restringían el uso privado, reservando la inmediatez comunicativa a gobiernos, grandes comerciantes y agencias de noticias (Standage, 1998; John, 2010).

El telégrafo, que había sido inventado en la primera mitad del siglo XIX, alcanzó su plena madurez durante este período. Una densa red de cables de cobre comenzó a cruzar continentes y, de manera aún más asombrosa, a tenderse por el lecho de los océanos. El primer cable telegráfico transatlántico estable, completado en 1866, constituyó una hazaña de la ingeniería que permitió que un mensaje cruzara el Atlántico en minutos en lugar de semanas, teniendo un impacto incalculable en el comercio, las finanzas y la política internacional (Standage, 1998; Wenzlhuemer, 2013).

En 1870, España completó su red radial de 32.000 kilómetros de hilos telegráficos, gestionada por un cuerpo de telegrafistas civil que reemplazó al sistema óptico anterior y multiplicó exponencialmente la velocidad de notificación de crisis políticas y fluctuaciones bursátiles (Pérez Yuste, 2010; Olivé Roig, 1990). Esta infraestructura comunicativa resultó fundamental para la centralización administrativa y la integración del mercado nacional español.

La siguiente gran innovación llevó la voz humana a través de los cables. En 1876, Alexander Graham Bell patentó el teléfono, dispositivo que, aunque inicialmente fue considerado un juguete costoso para hombres de negocios, demostró rápidamente su utilidad práctica (Fischer, 1992; Pool, 1977). El teléfono permitió una comunicación directa, personal e instantánea, transformando radicalmente la forma de hacer negocios y las relaciones sociales urbanas (Marvin, 1988; de Sola Pool, 1983).

El culmen de esta revolución comunicativa llegó con la invención de la telegrafía sin hilos, es decir, la radio, gracias a los experimentos pioneros de Nikola Tesla y, especialmente, al trabajo del italiano Guglielmo Marconi, quien en 1901 logró transmitir una señal a través del océano Atlántico (Aitken, 1976; Hong, 2001). La radio no solo liberó a la comunicación de las limitaciones físicas de los cables, sino que también inauguró la era de los medios de comunicación de masas, proporcionando por primera vez en la historia la capacidad de transmitir simultáneamente un único mensaje a miles o millones de personas (Douglas, 1987; Scannell & Cardiff, 1991).

7. Urbanización Acelerada y Transformación del Espacio Social

La concentración de fábricas, impulsada por la flexibilidad de la energía eléctrica y la creciente necesidad de mano de obra especializada, actuó como un imán irresistible para millones de personas, generando un "mayor éxodo rural" sin precedentes en la historia (Santos Aguirre, 2023; Weber, 1899). Las oportunidades de empleo en el campo disminuían mientras que en las urbes parecían ilimitadas, dando lugar al surgimiento de "gigantescas ciudades con enormes edificios que centralizaban enormes cantidades de trabajo" (Simmel, 1903; Park, 1925).

El paisaje urbano se transformó de manera espectacular durante este período. Los rascacielos de acero y hormigón redefinieron el horizonte metropolitano, mientras que, a nivel de calle, la vida bullía con una intensidad desconocida en épocas anteriores. El tranvía eléctrico permitió que las ciudades se expandieran territorialmente, creando los primeros suburbios para las clases medias que podían permitirse vivir alejadas del bullicio y la contaminación del centro industrial (Warner, 1962; Jackson, 1985).

Sin embargo, la rapidez del crecimiento urbano superó frecuentemente la capacidad de proporcionar infraestructuras adecuadas. La aglomeración urbana dio origen a barrios obreros caracterizados por el hacinamiento, con "índices alarmantes de mortalidad infantil y contaminación atmosférica que ennegrecían el cielo industrial" (Engels, 1845; Mumford, 1961), creando un contraste dramático con los barrios burgueses que se beneficiaban plenamente de las comodidades modernas (Dyos & Wolff, 1973; Olsen, 1986).

8. El Despertar de Nuevas Conciencias Sociales y Movimientos de Emancipación

La industrialización intensificó dramáticamente la desigualdad social y la explotación laboral, creando nuevas formas de subordinación más sistemáticas y extensas que las tradicionales. Las fábricas, símbolos del progreso material, eran simultáneamente lugares de jornadas extenuantes, salarios bajos y condiciones insalubres. La disciplina fabril y la "gestión científica" del trabajo incrementaron la productividad a costa, frecuentemente, de la dignidad obrera, imponiendo jornadas extenuantes y condiciones insalubres en factorías que convertían al trabajador en un engranaje más de la máquina productiva (Thompson, 1963; Gutman, 1976).

La concentración fabril y la disciplina taylorista impulsaron la formación de sindicatos de nuevo cuño que demostraron que la democracia de masas podía convivir con la producción en serie, aunque las diferencias sobre militarismo y reforma social fracturaron posteriormente la unidad del movimiento obrero en 1914 (Hobsbawm, 1964; Katznelson & Zolberg, 1986). El resultado fue la emergencia de un movimiento obrero cada vez más combativo: sindicatos, huelgas y partidos socialdemócratas que en 1889 fundaron la Segunda Internacional y establecieron el Primero de Mayo como jornada de reivindicación global (Cole, 1954; Haupt, 1972).

Paralelamente, el acceso de mujeres burguesas y de clase media a la educación secundaria y a empleos administrativos alimentó un feminismo sufragista que cuestionó sistemáticamente la exclusión política y el patriarcado tanto en la fábrica como en el hogar (Rendall, 1985; Offen, 2000). En 1903, Emmeline Pankhurst fundó la Women's Social and Political Union y, mediante tácticas de desobediencia civil, electrizó la opinión pública británica, denunciando la contradicción fundamental de un liberalismo que proclamaba la libertad mientras negaba a la mitad de la población el derecho al voto (Purvis, 2002; Mayhall, 2003).

La represión policial, lejos de sofocar el movimiento, transformó a las suffragettes en símbolo de la promesa democrática de la modernidad. La compositora Dr. Ethel Smyth compuso en 1911 "La Marcha de las Mujeres", pieza que se convertiría en el himno del movimiento sufragista, proporcionando un canto de identificación y cohesión colectiva que unió y representó la lucha de aquellas mujeres pioneras (Tickner, 1987; Crawford, 1999).

9. Cultura de Masas y Espectáculo Nocturno: La Democratización del Entretenimiento

La conjunción de tranvía eléctrico, prensa barata y alumbrado público extendió la participación popular en teatros, bulevares y estadios, configurando una sociedad de masas que convertía el ocio en industria cultural (Benjamin, 1936; Huyssen, 1986). El arco voltaico alumbró cafés-concert y bulevares desde la década de 1870, desplazando la iluminación de gas y transformando las noches europeas en vitrinas de consumo y ocio urbano (Schlör, 1998; Nye, 1990).

Esta transformación cultural representó una democratización del entretenimiento sin precedentes en la historia humana. Los espacios de ocio se multiplicaron y diversificaron, creando nuevas formas de sociabilidad urbana que trascendían las barreras de clase tradicionales (Kasson, 1978; Nasaw, 1993). La luz de neón, patentada en 1910, coronó este paisaje sensorial, inscribiendo marcas comerciales en el cielo nocturno y reforzando la identidad visual de la gran ciudad moderna (Nye, 1990; Schivelbusch, 1988).

El consumo de artículos seriados —postales, revistas ilustradas, fonógrafos— articuló nuevas jerarquías simbólicas y generó ansiedades sobre la homogeneización cultural y la manipulación de la opinión pública (Benjamin, 1936; Adorno & Horkheimer, 1944). Esta emergente cultura de masas planteó interrogantes fundamentales sobre la autenticidad cultural y la autonomía individual que continúan siendo relevantes en la era digital contemporánea (Levine, 1988; Ross, 1989).

10. El Precio Medioambiental del Desarrollo: Hacia la Insostenibilidad Ecológica

Uno de los legados más problemáticos de la Segunda Revolución Industrial fue su dependencia estructural de los combustibles fósiles y el modelo de desarrollo basado en el consumo intensivo de recursos naturales. El carbón alimentó hornos y locomotoras; el petróleo, buques y automóviles. Aunque conocido desde la antigüedad, fue durante esta época cuando se desarrollaron las técnicas de refinado necesarias para obtener productos como la gasolina y el queroseno (Yergin, 1991; Melosi, 1985).

El verdadero punto de inflexión llegó con la invención del motor de combustión interna, un prodigio de la ingeniería perfeccionado por inventores como Nikolaus Otto y Rudolf Diesel. Este motor era significativamente más ligero y potente en relación a su tamaño que la máquina de vapor, lo que le confería una ventaja decisiva: la portabilidad. Liberó a la maquinaria de la tiranía de las vías del tren y las calderas fijas, abriendo la puerta a una revolución en el transporte que cambiaría literalmente la faz de la Tierra (Cummins, 1989; Diesel, 1913).

Este modelo de crecimiento ilimitado sembró la semilla del deterioro medioambiental contemporáneo: niebla tóxica en las ciudades, ríos convertidos en cloacas químicas y una presión inédita sobre recursos naturales y hábitats (Tarr, 1996; Melosi, 1980). La contaminación del aire y del agua en las zonas industriales se convirtió en un grave problema, aunque en aquel momento la conciencia ecológica era prácticamente inexistente. Las ciudades industriales estaban envueltas en una niebla tóxica permanente, y los ríos se convirtieron en receptáculos de desechos químicos e industriales (Thorsheim, 2006; Stradling, 1999).

11. Imperialismo y Globalización Desigual: La Expansión del Sistema Mundial

A escala planetaria, la insaciable demanda de materias primas y mercados impulsó un imperialismo que subordinó grandes regiones de África, Asia y Oceanía a las economías industriales europeas y norteamericanas, reforzando una globalización tan expansiva como profundamente desigual (Hobsbawm, 1987; Said, 1993). Las potencias europeas y Estados Unidos se lanzaron a la conquista de continentes enteros, imponiendo su dominio político, económico y cultural sobre millones de personas. Como señala Hobsbawm (1987), "el imperialismo fue el complemento y la consecuencia lógica de la industrialización" (Lenin, 1917; Robinson & Gallagher, 1961).

Puertos como Liverpool y Hamburgo se consolidaron como nodos fundamentales de una economía atlántica que, gracias a los vapores transoceánicos, transportaba productos perecederos y migrantes a una velocidad hasta entonces inconcebible (Harley, 1988; North, 1958). La globalización que se gestó durante esta época fue profundamente asimétrica: mientras unos países se industrializaban y enriquecían, otros quedaban relegados a la periferia, condenados a la extracción de recursos y la dependencia económica estructural (Wallerstein, 1974; Frank, 1967).

12. El Caso Español: Modernización Desigual y Asimetrías Territoriales

En el ámbito ibérico, el proceso de industrialización fue notablemente más desigual y fragmentado. Mientras Barcelona estrenaba tranvías eléctricos y Bilbao exportaba mineral de hierro a los altos hornos británicos, vastas zonas rurales seguían dependiendo de la tracción animal y de estructuras agrarias casi preindustriales (Tortella, 2000; Nadal, 1975). El sistema canovista garantizaba estabilidad parlamentaria, pero bloqueaba reformas agrarias fundamentales y la descentralización fiscal, generando descontento obrero y tensiones regionalistas crecientes (Varela Ortega, 1977; Romero Maura, 1973).

El Desastre colonial de 1898 precipitó un debate regeneracionista que clamó por "escuela y despensa" como pilares de una España moderna, pero chocó sistemáticamente con los intereses de las élites tradicionales y con la asimetría territorial entre periferias industrializadas y un interior latifundista (Álvarez Junco, 2001; Serrano, 1999). La inyección de capital repatriado estimuló la banca y la electrificación, pero no logró corregir la fractura estructural entre periferias industriales y un interior caracterizado por el latifundismo y la agricultura extensiva (García Delgado, 1981; Harrison, 1993).

13. De la Modernidad Civil a la Guerra Total: La Dialéctica Destructiva del Progreso

La infraestructura gestada durante la Segunda Revolución Industrial se reveló finalmente como un arma de doble filo con consecuencias históricas devastadoras. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, los mismos ferrocarriles que integraban mercados movilizaron millones de soldados en cuestión de días; la artillería de gran calibre dependía de explosivos nitrados producidos masivamente en fábricas químicas que, en tiempos de paz, abastecían de fertilizantes al campesinado (Haber, 1986; McNeill, 1982).

La guerra total exhibió la cara oscura de la eficiencia industrial: la producción en serie de ametralladoras y gases tóxicos, la centralización del mando gracias a la radio-telegrafía y la logística mecánica capaz de sostener frentes de batalla de miles de kilómetros (Chickering & Förster, 2000; Strachan, 2001). Las comunicaciones por radio-telégrafo permitieron el mando centralizado y prefiguraron la guerra de información, mientras la producción en cadena de vehículos y ametralladoras mostró la dimensión sombría de la eficiencia taylorista aplicada a la destrucción masiva (Winter, 1988; Ferguson, 1999).

Aquella conflagración marcó el final de la belle époque y demostró que el progreso técnico podía convertirse en un instrumento de destrucción sin precedentes en la historia humana, cuestionando fundamentalmente las narrativas optimistas del progreso lineal que habían caracterizado el período anterior (Eksteins, 1989; Modris, 1989).

14. Un Legado Ambivalente: Reflexiones Contemporáneas

El legado de la Segunda Revolución Industrial es profundamente ambivalente: nos dejó "un mundo más rico, más conectado y tecnológicamente más avanzado que nunca" (Santos Aguirre, 2023), pero también "un planeta más explotado, una sociedad marcada por nuevas formas de desigualdad y un sistema internacional cargado de tensiones estructurales" (Polanyi, 1944; Harvey, 1989). La Segunda Revolución Industrial nos legó un planeta más rico y conectado, pero también más vulnerable a sus propias externalidades ambientales y sociales; nos legó la promesa de la movilidad social y del conocimiento universal, pero también la experiencia histórica de la explotación sistemática y la guerra total (Giddens, 1990; Beck, 1992).

Esta democratización del consumo encontró en los grandes almacenes y en la publicidad moderna los templos donde forjar nuevas identidades basadas en la posesión de mercancías y en el acceso a experiencias estandarizadas: asistir al teatro iluminado por luz eléctrica, viajar en tranvía hasta los suburbios residenciales o coleccionar postales y revistas ilustradas impresas en series masivas (Miller, 1981; Leach, 1993).

La historia de aquella infraestructura de hierro, vapor y cables nos recuerda que la técnica no es un destino ineluctable, sino un campo de disputa política y cultural en el que se decide, todavía hoy, el significado auténtico de la palabra "progreso" (Winner, 1980; Bijker et al., 1987). Las transformaciones contemporáneas en inteligencia artificial, biotecnología y sostenibilidad ambiental requieren una comprensión histórica de cómo las sociedades han navegado anteriormente las tensiones entre innovación tecnológica, justicia social y sostenibilidad ecológica (Castells, 1996; Latour, 2005).

La Segunda Revolución Industrial demostró que el progreso tecnológico no es automáticamente sinónimo de progreso humano, y que las sociedades deben tomar decisiones conscientes y democráticas sobre cómo organizar la producción y la distribución para asegurar que la innovación sirva al bienestar colectivo y no meramente a la acumulación de capital (Noble, 1984; Feenberg, 1991). Esta lección histórica fundamental mantiene toda su vigencia en el contexto de las transformaciones tecnológicas del siglo XXI.

Referencias Bibliográficas

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