Antecedentes y contexto
1. Introducción y marco
conceptual
2. Contexto histórico y antecedentes sociopolíticos
3. Transformaciones tecnológicas y su impacto en la imagen
4. Procesos de construcción de identidades nacionales y urbanas
5. La postal como medio de comunicación en la modernidad
6. La dimensión económica y la industria gráfica
7. La regulación institucional y los acuerdos internacionales
8. La postal en contextos coloniales y de guerra
9. La recepción social y el coleccionismo
10. Legado y perspectivas de investigación futura
11. Conclusiones
1. Introducción y marco conceptual
La historia de la tarjeta postal ilustrada, desde su aparición en 1869 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, representa un fenómeno cultural y tecnológico que refleja las dinámicas de transformación social, política, económica y visual de la modernidad temprana. Este objeto, aparentemente simple, se configura como un artefacto de la modernidad que articula procesos de urbanización, construcción de identidades nacionales, expansión de las redes de comunicación y producción industrial (Gordon, 2021). La complejidad de su desarrollo requiere un análisis interdisciplinario que integre perspectivas de la historia social, la historia de la tecnología, los estudios culturales y la historia política y esto es así poque redefinió la comunicación visual en la “sociedad de masas” (Ortega, 1930; Le Bon, 1895; Tarde, 1901). Concebida inicialmente como un soporte de correspondencia comercial, alcanzó su máximo desarrollo al convertirse en vehículo de identidades colectivas y de cohesión social en un mundo marcado por cambios vertiginosos.
En el periodo 1869-1914 confluyeron cuatro factores decisivos que potenciaron su expansión. Primero, la consolidación de los Estados-nación exigió difundir símbolos e imágenes capaces de construir imaginarios colectivos y reforzar la autoridad estatal (Anderson, 1983). Segundo, la revolución de transporte —vapor, ferrocarril e intermodalidad— redujo distancias, abarató costos y multiplicó flujos de mercancías y viajeros, convirtiéndose en canal idóneo para la circulación masiva de postales (Kern, 1983; Gómez, 2025). Tercero, el auge del turismo y la emergencia de una clase media urbana con tiempo libre impulsaron la demanda de souvenirs, transformando la postal en un objeto cultural de consumo masivo y de creación de memorias viajeras (Urry, 1990). Finalmente, la modernización urbana —avenidas, parques, estaciones y edificios emblemáticos— ofreció un rico repertorio visual que las élites difundieron como emblema de progreso y modernidad (Berman, 1982; Revistas UCM, 2023).Aun cuando su genealogía se remonta a disposiciones postales europeas anteriores, el contexto peninsular dotó a la postal de rasgos singulares: se convirtió en espejo de la modernización borbónica, en vector de alfabetización visual, en mercancía turística, en pieza de propaganda colonial y, a la postre, en archivo masivo de la cultura material de fin de siglo.
Referencias
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- Berman, M. (1982). All That Is Solid Melts into Air: The Experience of Modernity.
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- Ortega, J. (1930). La rebelión de las masas.
- Revistas UCM. (2023). Transformaciones urbanas y modernidad.
- Tarde, G. (1901). Les lois de l’imitation.
- Urry, J. (1990). The Tourist Gaze.
2. Contexto histórico y antecedentes sociopolíticos
La Tarjeta Postal Ilustrada y la Construcción de la
Modernidad Liberal en España (1869-1914): Un Análisis de las Transformaciones
Sociopolíticas del Período Post-Revolucionario
La tarjeta
postal ilustrada emerge como manifestación material de la modernización
liberal que transformó radicalmente el paisaje sociocultural español tras
la Revolución de 1868 (Anderson, 1983; Zeller, 2010). Este objeto aparentemente
modesto se revela como vector privilegiado de las dinámicas de transformación
social, política, económica y visual que
caracterizaron la transición española hacia la modernidad contemporánea.
La complejidad de su desarrollo requiere un análisis interdisciplinario que
integre perspectivas de la historia social, la historia de la
tecnología, los estudios culturales y la historia política
(Kern, 1983; Osayimwese, 2010).
El Contexto Revolucionario
y la Génesis de la Modernización
La Revolución
de 1868, conocida como “La Gloriosa”, constituyó el episodio fundacional de
la España contemporánea al establecer por primera vez principios verdaderamente
democráticos en la historia nacional (Álvarez Junco, 2001; López-Cordón,
2005). Este proceso revolucionario, desarrollado en apenas veinte días desde su
estallido en Cádiz hasta la formación del Gobierno Provisional en
Madrid, representó el primer intento serio de establecer un régimen democrático
genuino que superara las limitaciones del moderantismo isabelino
(Moreno, 2021; Ruiz, 2018).
La
crisis terminal del reinado isabelino había alcanzado dimensiones
insostenibles durante la década de 1860, manifestándose en una convergencia de
factores desestabilizadores que abarcaban desde la exclusión sistemática de los
partidos progresistas hasta las profundas transformaciones económicas
derivadas de la revolución industrial (García, 2010; Fernández, 2020).
La política de exclusión motivó que el Partido Progresista, dirigido por
el general Juan Prim, adoptara una estrategia de retraimiento electoral
destinada a deslegitimar las instituciones, mientras que la crisis económica
provocada por las malas cosechas y el hundimiento de las compañías ferroviarias
generaba un descontento social generalizado (Crespo, 2014; Olivé, 2014).
El Pacto
de Ostende, firmado el 16 de agosto de 1866, constituyó el marco político
que articuló la coalición anti-isabelina estableciendo dos objetivos
fundamentales: el destronamiento de Isabel II y la convocatoria de Cortes
Constituyentes elegidas por sufragio universal masculino (González,
2015; Garay, 1991). La adhesión de la Unión Liberal al pacto tras la
muerte del general Leopoldo O’Donnell proporcionó a la coalición una
base militar y política suficiente para desafiar exitosamente al régimen
establecido (Pérez Núñez, 2024; Ministerio de Defensa, 2020).
La Batalla de Alcolea y el
Triunfo Revolucionario
El 28
de septiembre de 1868 tuvo lugar la batalla del puente de Alcolea,
enfrentamiento decisivo que selló definitivamente el destino del régimen
isabelino (Núñez, 1991; Núñez, 1992). Las tropas realistas, comandadas por
el marqués de Novaliches y el general Manuel Pavía, se
enfrentaron a los ejércitos revolucionarios dirigidos por el general Francisco
Serrano en una confrontación que involucró aproximadamente diez mil
soldados por cada bando (Liébana, 2015; García, 2016). La victoria
revolucionaria provocó más de mil bajas y supuso el colapso definitivo
de la resistencia realista, precipitando el exilio de Isabel II hacia
Francia el 30 de septiembre de 1868 (Ribera, 1999; Bussy Genevois,
2024).
La
noticia del triunfo revolucionario se celebró con manifestaciones festivas
en todas las grandes ciudades españolas, donde las multitudes destruyeron símbolos
e imágenes de la monarquía caída, quemando retratos y bustos de Isabel II
mientras calles y plazas eliminaban cualquier reminiscencia borbónica de
sus nombres (Moriyón, 2010; Vega, 1997). Esta iconoclastia sistemática
reveló la profundidad del rechazo popular hacia el régimen derrocado y la voluntad
colectiva de construir un nuevo orden político fundamentado en principios
democráticos (Botrel, 2018; Bastida, 1997).
La Constitución de 1869 y
el Ensayo Democrático
El 8
de octubre de 1868 se constituyó el Gobierno Provisional presidido
por el general Francisco Serrano, con Juan Prim como figura
prominente en calidad de ministro de la Guerra, convocando elecciones a Cortes
Constituyentes que se celebraron entre el 15 y el 18 de enero de 1869
por sufragio universal masculino (Sánchez Vigil, 2008; García Felguera,
2018). Estas elecciones otorgaron derecho al voto a casi cuatro millones de
varones mayores de 25 años, resultando en una victoria decisiva de la
coalición gubernamental monárquico-democrática con 236 diputados,
mientras que los republicanos federales consiguieron 85 escaños y
los carlistas 20 (Fernández, 2019; Berenguer et al., 2019).
Las Cortes
Constituyentes redactaron la Constitución de 1869, aprobada el 1
de junio, que estableció por primera vez en España principios
verdaderamente democráticos (Martí & Archilés, 1998). El texto
constitucional proclamó la soberanía nacional, el sufragio universal
masculino, la libertad de imprenta, de enseñanza, de asociación
y de cultos, incorporando una extensa declaración de derechos que
ocupaba prácticamente la tercera parte de sus artículos. Sin embargo, mantuvo
la forma monárquica de gobierno, excluyendo expresamente a la dinastía
borbónica y estableciendo un marco institucional que habría de influir
decisivamente en desarrollos constitucionales posteriores.
El Reinado de Amadeo I y el
Fracaso de la Monarquía Democrática
La
búsqueda de un nuevo monarca se resolvió con la elección de Amadeo de Saboya
por las Cortes Constituyentes el 16 de noviembre de 1870, quien
obtuvo 191 votos frente a los 60 de la opción republicana
federal (López-Bustelo, 2010; Marín-Riera, 2013). Sin embargo, el asesinato
del general Prim el 27 de diciembre de 1870, tres días antes de
la llegada del nuevo rey, privó a la monarquía de su principal valedor y
provocó divisiones internas en la coalición gubernamental que resultarían
fatales para la estabilidad del régimen.
El
reinado de Amadeo I (enero 1871–febrero 1873) constituyó el primer
intento de monarquía parlamentaria en la historia de España,
caracterizándose por una inestabilidad política crónica manifestada en seis
gobiernos en poco más de dos años (Sanz-Díaz, 2011; Capel, 2016). La
oposición de carlistas, republicanos y alfonsinos, junto
con los conflictos bélicos en Cuba y la Tercera Guerra Carlista,
hicieron insostenible la posición del monarca extranjero, quien finalmente
abdicó el 11 de febrero de 1873 tras declarar su incapacidad para
gobernar un país dividido.
La Primera República y el
Colapso del Ensayo Democrático
La abdicación
de Amadeo I el 11 de febrero de 1873 dio paso a la proclamación
de la Primera República, aprobada por 258 votos frente a 32
en contra en una sesión conjunta de ambas cámaras que contravenía formalmente
el artículo 47 de la Constitución de 1869. Esta primera experiencia republicana,
que duró apenas once meses hasta enero de 1874, se caracterizó
por una extrema inestabilidad política manifestada en la sucesión de cuatro
presidentes: Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall,
Nicolás Salmerón y Emilio Castelar.
La Primera
República hubo de enfrentar tres conflictos armados simultáneos: la Guerra
de los Diez Años en Cuba, la Tercera Guerra Carlista y la sublevación
cantonal que amenazaba con la fragmentación territorial del Estado. La
crisis del cantonalismo, interpretación radical del federalismo
que se manifestó principalmente en Cartagena, junto con las divisiones
internas entre republicanos federales y unitarios, precipitó el
colapso definitivo del régimen democrático. El golpe del general Pavía
del 3 de enero de 1874 disolvió las Cortes e instauró la dictadura
del general Serrano, que intentó sin éxito estabilizar una república
unitaria de carácter conservador hasta el pronunciamiento del general Martínez
Campos en Sagunto el 29 de diciembre de 1874 (García, 2010;
Fernández, 2020).
La Restauración Alfonsina y
la Consolidación del Estado Liberal
El pronunciamiento
de Martínez Campos restauró la monarquía borbónica en la persona de Alfonso
XII, inaugurando el período conocido como Restauración que se
extendería hasta 1931 (López-Bustelo, 2010; Marín-Riera, 2013). Este
nuevo marco institucional, fundamentado en la Constitución de 1876 y
articulado por Antonio Cánovas del Castillo, configuró un sistema de estabilidad
política basado en el turnismo pacífico entre el Partido
Conservador y el Partido Liberal.
La Restauración
alfonsina estableció las condiciones institucionales que favorecieron la
expansión de las redes de infraestructura indispensables para la
circulación de impresos, incluyendo el ferrocarril, el telégrafo
y el servicio de Correos (Sanz-Díaz, 2011; Capel, 2016). Paralelamente,
la política exterior regeneracionista, coronada con la Guerra de
África (1859–1860), reforzó un nacionalismo que halló en la imagen
impresa un vehículo legitimador privilegiado para la construcción de identidades
colectivas.
La Democratización Cultural
y la Alfabetización
El
aumento sostenido de la alfabetización durante el período 1860–1900, que
pasó del 25% al 55% de la población, creó un público apto para
consumir impresos breves como la tarjeta postal, mientras que la
paulatina secularización del ocio urbano generó nueva demanda de souvenirs
visuales (López-Bustelo, 2010; Marín-Riera, 2013). Este proceso de modernización
cultural se inscribió en el contexto más amplio de transformación social
derivado de la Segunda Revolución Industrial y de la consolidación del Estado
liberal.
La expansión de las comunicaciones, particularmente del ferrocarril y el telégrafo, facilitó la interconexión territorial y la difusión de imaginarios nacionales, creando las condiciones técnicas necesarias para la circulación masiva de imágenes impresas (Kern, 1983; Osayimwese, 2010). En el ámbito político, la nacionalización de los territorios y la construcción de identidades nacionales encontraron en las postales un medio privilegiado de transmisión y consolidación de discursos de progreso y civilización.
La tarjeta
postal ilustrada se configuro como artefacto privilegiado de la
modernidad española, cristalizando en su reducido soporte las transformaciones
políticas, sociales, económicas y culturales que
caracterizaron la transición del siglo XIX al XX. Su desarrollo se inscribe
directamente en el proceso de democratización iniciado con la Revolución
de 1868, que introdujo por primera vez principios democráticos efectivos en
la historia española y estableció precedentes constitucionales que
influirían decisivamente en desarrollos posteriores.
La Gloriosa
demostró tanto las posibilidades como las limitaciones del proceso
democratizador en la España decimonónica: si bien logró derrocar un régimen autoritario
y corrupto, no consiguió superar las profundas divisiones políticas,
sociales y territoriales que caracterizaban la sociedad española
de la época. No obstante, la revolución de 1868 estableció un modelo de cambio
político basado en la coalición de fuerzas liberales, la movilización
popular y la legitimidad constitucional que habría de influir en
posteriores transformaciones del sistema político español.
En este contexto, la tarjeta postal ilustrada emerge como testimonio material de estas transformaciones, vehiculando nuevas formas de sociabilidad y contribuyendo a la construcción de imaginarios colectivos en el marco de la modernización liberal española. Su análisis permite comprender las dinámicas complejas que articularon la transición hacia la modernidad contemporánea, revelando las múltiples dimensiones de un proceso que transformó radicalmente las estructuras políticas, sociales y culturales del país.
La España de finales del siglo XIX vivió un proceso de modernización multidimensional que transformó profundamente sus estructuras políticas, económicas y sociales, y sentó las bases de la sociedad contemporánea. En este periodo, la alfabetización masiva, la industrialización, el desarrollo de infraestructuras de transporte y la consolidación del nacionalismo configuraron un entorno propicio para innovaciones comunicativas, artísticas y de consumo cultural.
El legado del Antiguo Régimen subsistía en una población mayoritariamente rural y con bajos niveles de escolarización: en 1860 apenas el 26,5% de los españoles mayores de diez años sabía leer y escribir, proporción que se elevaba al 41,7% entre los varones y caía al 11,9% entre las mujeres (Tapia et al., 2019). La enseñanza primaria, organizada por el acto de instrucción de 1857 (Ley Moyano), dependía de ayuntamientos y órdenes religiosas, con severas carencias en instalaciones, profesorado y material didáctico (Gozálvez & Martín-Serrano, 2016). La disparidad regional era notable: los territorios del norte peninsular alcanzaban tasas de alfabetización de más del 50%, mientras que Andalucía, Extremadura y Galicia permanecían por debajo del 20%.
El despegue de la Revolución Industrial intensificó la urbanización y dinamizó la construcción de ferrocarriles y líneas telegráficas. A partir de la década de 1860, la red ferroviaria española creció de unos 1 100 km en ese año a más de 15 000 km hacia 1914, vertebrando territorios, reduciendo los tiempos de tránsito y facilitando la circulación de personas y mercancías (Wikipedia, 2008). Este avance técnico impulsó la emergencia de una clase media urbana alfabetizada, ávida consumidora de prensa ilustrada, espectáculos y productos culturales estandarizados.
La creación de la Unión Postal Universal en 1874 armonizó tarifas y formatos postales, allanando el camino para el uso masivo de la tarjeta postal ilustrada como medio de comunicación rápido y económico (Wikipedia, 2008). En España, la liberalización postal culminó con la Real Orden de diciembre de 1873, que estableció el “enteros postales” con franqueo fijado en cinco céntimos y monopolio estatal de emisión hasta 1887. La incipiente industria gráfica del fin de siglo, encabezada por talleres como Hauser y Menet en Madrid, explotó la creciente demanda de souvenirs turísticos y vistas urbanas, convirtiendo la tarjeta postal en un icono de la modernidad.
El impulso educativo adquirió un nuevo vigor tras la creación del Ministerio de Instrucción Pública en 1900 y la incorporación de los sueldos docentes al presupuesto nacional en 1902. Entre 1860 y 1900, la tasa de alfabetización total aumentó del 26,5% al 44,8%, un avance notable pero insuficiente para cerrar el retraso respecto a los países más desarrollados, donde ya en 1870 se superaba el 80% de población alfabetizada (Tapia et al., 2019). El éxodo rural hacia ciudades en expansión alimentó la demanda de estimulación cultural y de ocio, reforzando el papel de los medios de locomoción y la postal ilustrada como vectores de identidades locales y nacionales.
Políticamente, las convulsiones liberales de 1868 y el periodo de la Restauración (1874–1902) cristalizaron en una monarquía parlamentaria que impulsó reformas administrativas, fiscales y de infraestructura, al tiempo que cultivó el nacionalismo cultural. Las exposiciones y ferias internacionales, como la Exposición Universal de Barcelona en 1888, ofrecieron escaparates urbanos de progreso que multiplicaron la edición de postales con motivos arquitectónicos y paisajísticos. La prensa ilustrada y las redes de imprenta, beneficiadas por la libertad de imprenta recogida en la Constitución de 1869, contribuyeron a difundir modelos estéticos y políticos que consolidaron imaginarios colectivos.
El fin de siglo trajo consigo una convergencia paulatina en los niveles de alfabetización, fruto de la expansión de la enseñanza primaria, la mejora de infraestructuras y la acción reguladora del Estado. Hacia 1900, cuatro de cada diez españoles podían leer y escribir, y la brecha de género, aunque aún amplia, se redujo sensiblemente gracias a la extensión progresiva del acceso de las niñas a la escuela. No obstante, la transformación completa de la alma rural requeriría todavía varias décadas, ya que persistían importantes desigualdades territoriales y sociales.
En síntesis, la España de fines del siglo XIX transitó de una sociedad agraria y analfabeta hacia una sociedad de masas conectada, letrada y cosmopolita. La interacción de políticas de educación, crecimiento ferroviario, liberalización de la imprenta y evolución de los imaginarios urbanos generó las condiciones idóneas para fenómenos de consumo cultural masivo, entre los que destacó la tarjeta postal ilustrada, síntesis de un tiempo marcado por la tensión entre tradición y modernidad.
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