La avenida que encarnó el espíritu de una Barcelona en revolución constante: de zona conflictiva a epicentro cultural y social
La historia de Barcelona no puede entenderse sin la Avinguda Paral·lel, un eje vertebrador que desde su concepción en el plan urbanístico de Ildefons Cerdà en 1859 ha encarnado las contradicciones, anhelos y transformaciones de la ciudad condal. Designada como una de las arterias principales que debían conectar el puerto con las zonas interiores, nació entre polémicas que retrasaron décadas su desarrollo, para luego convertirse en el epicentro de la vida nocturna, cultural y social barcelonesa durante buena parte del siglo XX.
El trazado de esta emblemática vía, popularmente conocida por coincidir con el paralelo terrestre 41°22'34" norte (aunque geográficamente el paralelo real pasa por el castillo de Montjuïc), fue objeto de disputas durante más de tres décadas entre la visión planificadora del Ayuntamiento y los intereses de los propietarios de terrenos colindantes. El plan original de Cerdà contemplaba una avenida de 50 metros de anchura, dimensión que los propietarios agrupados en la Comissió de Propietaris veían como una amenaza al valor de sus parcelas. Esta tensión entre el racionalismo urbano y los intereses particulares marcó el desarrollo inicial del Paral·lel, generando un prolongado conflicto que solo encontraría un primer punto de acuerdo con la Real Orden de 1882, la cual mantenía la anchura original pero permitía pórticos de 5 metros en cada lateral para tránsito peatonal.
Durante años, lo que debía ser una gran avenida permaneció como un espacio intermedio entre lo rural y lo urbano, un "terrain vague" donde persistían huertas y barracas junto a pequeños talleres y almacenes improvisados. Las fotografías de la época muestran un paisaje polvoriento donde los caminos sin pavimentar conectaban núcleos dispersos de actividad. Esta ambigüedad se veía acentuada por la posición liminal del área, ubicada entre los antiguos municipios independientes de Barcelona y Sants, donde las jurisdicciones administrativas se superponían creando un espacio de ambigüedad normativa.
La verdadera transformación del Paral·lel vendría con la aprobación en 1904 de la ley de construcciones "a precario", diseñada para agilizar la ocupación temporal de los solares. Esta normativa permitió la instalación de estructuras ligeras sin las exigencias técnicas de las edificaciones permanentes, lo que fue aprovechado por empresarios teatrales y hosteleros para instalar salas de espectáculos. Así nacieron el Teatre Arnau (1903), el Teatre Apolo (1904) y numerosos cafés-concierto como el Español o el Trianón, que pronto se convirtieron en centros de sociabilidad obrera y bohemia.
Estos establecimientos pioneros se caracterizaron por una arquitectura efímera pero imaginativa, donde los frontispicios decorados con bombillas eléctricas y carteles pintados a mano creaban un ambiente único que atrajo tanto a las clases populares como a intelectuales y artistas que buscaban espacios de experimentación alejados de la rigidez burguesa. Se creaba así, casi por accidente, uno de los primeros ejemplos de "arquitectura comunicativa" en Barcelona.
La primera década del siglo XX consolidó al Paral·lel como el principal distrito de espectáculos de Barcelona, rivalizando con el Liceu en audiencia aunque no en prestigio burgués. Esta efervescencia cultural no fue meramente un fenómeno comercial, sino que respondía a profundas dinámicas sociales. La avenida se convirtió en escenario de la lucha política: el republicanismo lerrouxista encontró en sus cafés -especialmente en el Español- una plataforma para su discurso anticlerical y populista, mientras anarquistas y socialistas utilizaban locales como el Tranquilitat para reuniones que oscilaban entre la clandestinidad y la manifestación pública.
El ecosistema cultural del Paral·lel reflejaba esta pluralidad social. Los teatros programaban desde zarzuela "arrevistada" -como las exitosas obras del Teatre Victòria- hasta espectáculos de cabaret con claros guiños a la transgresión social. El Molino, inaugurado en 1910, se especializó en variedades donde el travestismo y la sátira política coexistían, aprovechando los resquicios de una censura todavía laxa. Esta libertad creativa atrajo a figuras como Raquel Meller, cuyo debut en el Teatre Arnau en 1911 marcó el inicio de una carrera internacional.
La proximidad física del Paral·lel con el barrio chino (actual Raval) generó una simbiosis cultural particularmente fructífera, creando circuitos de sociabilidad nocturna donde artistas, intelectuales y público transitaban entre teatros, cabarets y prostíbulos. Esta porosidad espacial convertía al Paral·lel en una zona de contacto entre mundos sociales habitualmente separados: obreros y burgueses bohemios, catalanes y migrantes, intelectuales y artistas populares.
Sin embargo, este esplendor cultural convivió con intensas tensiones políticas y sociales. La Semana Trágica (1909) y la huelga de La Canadiense (1919) tuvieron en la avenida uno de sus epicentros, evidenciando cómo el espacio público servía tanto para el ocio como para la protesta. Todas las revueltas obreras, huelgas e intentos revolucionarios pasaron por el Paral·lel, convirtiendo la avenida en un escenario donde se representaba el conflicto social y político que asolaba la Barcelona de principios de siglo. Anarquistas, socialistas y catalanistas debatían acaloradamente desde las barras y organizaban mítines en los teatros, distribuyendo propaganda sobre temas tan diversos como la emancipación de las prostitutas, la liberación obrera o el sindicalismo.
La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) introdujo nuevas restricciones, especialmente contra el juego -fuente clave de financiación para muchos locales-, lo que obligó a reinventar los modelos de negocio. Los cafés-concierto adaptaron sus espectáculos, sustituyendo la crítica política explícita por formas más sutiles de comentario social. La censura, paradójicamente, estimuló la creatividad de letristas y guionistas, que desarrollaron un sofisticado lenguaje de dobles sentidos y alusiones crípticas para burlar las restricciones.
La proclamación de la Segunda República en 1931 trajo un breve renacimiento para el Paral·lel. La avenida recuperó su simbolismo político con la nueva denominación de Avinguda Francesc Layret, en honor al abogado republicano asesinado. Sin embargo, el estallido de la Guerra Civil truncaría este impulso renovador. Los teatros fueron colectivizados por la CNT-FAI, que impuso salarios igualitarios -provocando una célebre huelga de actores en 1936- y los convirtió en espacios de propaganda revolucionaria. Los programas de mano y carteles de esta época revelan cómo el entretenimiento se subordinó a la función pedagógica y propagandística, aunque sin abandonar completamente el elemento lúdico que había caracterizado tradicionalmente a estos espacios.
A lo largo del siglo XX, el Paral·lel experimentaría nuevas transformaciones, períodos de decadencia y renacimientos parciales. Tras la Guerra Civil, bajo el régimen franquista, la avenida recuperaría el nombre de Marqués del Duero, perdiendo parte de su carácter transgresor aunque manteniendo cierta vida teatral. No sería hasta 1979, con la restauración democrática, cuando recuperaría oficialmente su denominación popular como Avinguda del Paral·lel.
El legado de esta singular avenida permanece hoy en teatros emblemáticos como el Victoria (1916), el Apolo y el Condal (1903), supervivientes de una época dorada que también vio brillar al Teatro Arnau, el Español, el Olimpia, el Talía, el Cómico y el Circo Olympia. Estos espacios, algunos reinventados y otros restaurados, mantienen vivo el espíritu de lo que fue conocido como el "Broadway barcelonés".
La historia del Paral·lel es, en esencia, un reflejo de la propia historia de Barcelona: un espacio en constante transformación donde las tensiones entre planificación y espontaneidad, control y libertad, cultura institucional y expresiones populares, han generado una identidad urbana única. Una avenida que, desde su concepción en el plan Cerdà hasta su reciente renovación urbana -con la creación de nuevas plazas peatonales y la reordenación del espacio público- ha encarnado las contradicciones y aspiraciones de una ciudad en perpetuo movimiento.
El Paral·lel representa uno de los casos más fascinantes de cómo un espacio urbano puede trascender su función meramente física para convertirse en un símbolo cultural y social. Su historia nos recuerda que las ciudades no son solo el resultado de planes urbanísticos, sino también de las apropiaciones, resistencias y reinvenciones llevadas a cabo por quienes las habitan. En sus momentos de gloria, la avenida fue mucho más que un lugar de entretenimiento: fue un laboratorio de modernidad donde las clases populares accedían a formas culturales innovadoras, un espacio de libertad donde las jerarquías sociales se desdibujaban temporalmente, y un escenario donde se representaban -y a veces se resolvían- los conflictos de una sociedad en transformación.
Hoy, mientras Barcelona debate su modelo turístico y cultural, la historia del Paral·lel ofrece lecciones valiosas sobre cómo los espacios urbanos pueden albergar simultaneamente diversidad social, innovación cultural y memoria histórica. Un legado que sigue vivo no solo en sus teatros supervivientes, sino en la memoria colectiva de una ciudad que encontró en esta avenida uno de sus espejos más auténticos y contradictorios.
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