1. Transformaciones Estructurales, Energéticas y Socioculturales (1870-1914)
La Segunda
Revolución Industrial (1870-1914) constituye un fenómeno de alcance global
que modificó sustancialmente los sistemas productivos, las estructuras
económicas y los patrones de vida cotidiana a escala planetaria, representando
la cristalización de la modernidad industrial (Hobsbawm, 1987; Miranda
Encarnación, 2011). A diferencia de su predecesora, circunscrita principalmente
al territorio británico, esta segunda fase se caracterizó por su dimensión
transnacional, incorporando como protagonistas a potencias emergentes como
Alemania, Estados Unidos y Japón, configurando así un nuevo mapa geopolítico de
la modernización industrial (Landes, 1969; Chandler, 1977).
Este
proceso transformador no puede ser conceptualizado meramente como una sucesión
cronológica de inventos, sino que debe ser comprendido como el gran
laboratorio de la modernidad, donde se articularon las esperanzas y los
temores de una humanidad que experimentaba por primera vez la vida en un mundo
radicalmente alterado por la técnica (Hobsbawm, 1987; Mumford, 1934). La perspectiva
arqueológica de los medios, desarrollada por teóricos como Friedrich
Kittler y Jussi Parikka, proporciona un marco conceptual fundamental para
examinar las condiciones materiales y técnicas que posibilitaron esta
transformación comunicativa y cultural (Kittler, 1999; Parikka, 2012).
La
Segunda Revolución Industrial articuló un universo de hierro, vapor y cables
que contrajo las distancias y expandió las posibilidades humanas, generando un
sentimiento de asombro colectivo que todavía palpita en la memoria urbana
(Hobsbawm, 1995; Schivelbusch, 1977). Cada kilómetro de vía férrea, cada poste
telegráfico y cada turbina señalaba la voluntad de dominar el espacio y el
tiempo, integrando mercados, acelerando el periodismo y democratizando el
acceso a la imagen (Benjamin, 1936; Kern, 1983).
2. Nuevas Matrices
Energéticas: Electricidad y Petróleo como Vectores de Transformación
Si
el vapor había constituido el alma de la primera era industrial, manifestándose
como una fuerza bruta y ruidosa que movía telares y locomotoras, la Segunda
Revolución Industrial encontró sus propios "dioses energéticos"
en la electricidad y el petróleo (Hughes, 1983; Santos Aguirre, 2023). Estas
nuevas fuentes energéticas no solo demostraron ser más eficientes y versátiles
que sus predecesoras, sino que transformaron radicalmente la geografía de la
industria y redefinieron los patrones de la vida cotidiana urbana (Nye, 1990;
Tarr, 1996).
La electricidad,
conceptualizada por Hughes como una "red de poder", iluminó hogares,
calles y fábricas, extendiendo efectivamente las horas útiles del día y
posibilitando nuevas formas de ocio y trabajo (Hughes, 1983). Esta "conquista
de la noche" (Schivelbusch, 1988) prolongó las jornadas comerciales y
creó un segundo turno de sociabilidad, redefiniendo la experiencia urbana y
transformando el ritmo circadiano de la modernidad industrial (Melbin, 1987;
Ekirch, 2005).
Las
ciudades, anteriormente oscuras y peligrosas al anochecer, se iluminaron,
permitiendo una vida social y laboral que se extendía más allá de la puesta de
sol. La iluminación eléctrica conquistó la noche de los bulevares y los
cafés-concert, creando nuevos espacios de sociabilidad urbana que
democratizaron el entretenimiento (Schlör, 1998; Baldwin, 1999).
Paralelamente,
el desarrollo del motor de combustión interna alumbró automóviles y
aeronaves que literalmente encogieron el planeta, mientras que innovaciones en
telecomunicaciones como el teléfono y la radio inauguraron la era de la inmediatez
comunicativa, dotando a la opinión pública de un sentido de simultaneidad
global sin precedentes en la historia humana (Kittler, 1999; Standage, 1998).
Esta revolución en las comunicaciones constituyó un elemento fundamental en la
configuración de la primera globalización moderna (O'Rourke &
Williamson, 1999; Bordo et al., 1999).
3. La Revolución del
Bienestar Material y la Transición Epidemiológica
El
primer gran legado de esta transformación estructural fue el extraordinario progreso
material que trajo consigo, manifestándose en una mejora sustancial de las
condiciones de vida de amplios sectores de la población. La vida cotidiana
experimentó cambios radicales cuando la teoría microbiana de la enfermedad,
desarrollada por los trabajos pioneros de Louis Pasteur y Robert Koch,
transformó fundamentalmente la lucha contra las infecciones y sentó las bases
científicas de la medicina moderna (Miranda Encarnación, 2011; Porter, 1997).
Esta
revolución médica se tradujo en la implementación sistemática de medidas
de salud pública: el suministro de agua potable, la generalización de programas
de vacunación y las mejoras sustanciales en el saneamiento urbano redujeron
drásticamente la mortalidad infantil y permitieron que millones de personas
disfrutaran de una vida más prolongada y saludable, impulsando la esperanza de
vida hacia cotas históricamente inéditas (McKeown, 1976; Preston, 1975).
La transición
epidemiológica resultante de estos avances científicos y tecnológicos
generó un dividendo demográfico que se tradujo en un incremento significativo
de la población activa disponible, proporcionando la base humana necesaria para
sostener el crecimiento industrial acelerado (Omran, 1971; Caldwell, 1976).
Este fenómeno demográfico, caracterizado por la reducción de las tasas de
mortalidad y el mantenimiento temporal de altas tasas de natalidad, configuró
las condiciones poblacionales que hicieron posible la expansión urbana e
industrial sin precedentes que caracterizó este período (Chesnais, 1986; Coale,
1973).
4. Transformaciones en la
Organización Productiva: Taylorismo y Fordismo
La
implementación de la producción en cadena y los principios del
taylorismo multiplicaron exponencialmente la oferta de bienes manufacturados y
abarataron significativamente sus precios, convirtiendo artículos anteriormente
reservados a minorías privilegiadas en objetos cotidianos de una nueva clase
media en expansión (Miranda Encarnación, 2011; Hounshell, 1984).
El taylorismo,
desarrollado por Frederick W. Taylor, propuso una reorganización científica del
trabajo basada en la descomposición de cada tarea del proceso productivo en
movimientos simples y cronometrados, eliminando cualquier gesto considerado
inútil y estableciendo tiempos estándar para cada operación (Taylor, 1911;
Nelson, 1980). El objetivo fundamental era maximizar la eficiencia
productiva y eliminar la autonomía tradicional del trabajador, quien debía
limitarse a ejecutar las órdenes de la dirección de la manera más rápida y
precisa posible. Aunque el taylorismo incrementó drásticamente la
productividad, también fue objeto de críticas por su deshumanización del
trabajo, convirtiendo al obrero en un mero engranaje de una maquinaria
perfectamente sincronizada (Braverman, 1974; Noble, 1977).
Henry Ford llevó estas ideas a su
máxima expresión combinándolas con una innovación decisiva: la cadena de
montaje móvil. La implementación de este sistema en la fabricación del
Modelo T en 1913 redujo el tiempo de ensamblaje de 12 horas y 30 minutos a
apenas 1 hora y 33 minutos, demostrando el potencial revolucionario de la
organización científica del trabajo aplicada a la producción industrial masiva (Ford,
1922; Meyer, 1981). Este sistema productivo, conocido como fordismo,
tuvo enormes consecuencias: redujo los costos de producción y multiplicó la
cantidad de automóviles fabricados, democratizando el acceso al transporte
privado (Gramsci, 1971; Aglietta, 1979).
5. La Infraestructura del
Progreso: Ferrocarriles, Acero y Navegación a Vapor
La
extensión masiva de las redes ferroviarias entre 1870 y 1914 moldeó un
paisaje ferroviario paneuropeo que superó los 200.000 kilómetros de vía,
multiplicando por diez la longitud existente en 1850 y convirtiendo al tren en
el vehículo icónico del progreso industrial (Mitchell, 1975; Ville, 1990). Las
vías de acero Bessemer demostraron ser mucho más duraderas y seguras que
sus predecesoras de hierro, permitiendo que los trenes circularan a mayor
velocidad y transportaran cargas más pesadas con niveles de seguridad sin
precedentes (Temin, 1964; McCloskey, 1973).
Las
empresas ferroviarias, como la emblemática MZA española, crearon
embriones de mercados laborales internos que garantizaron carreras
profesionales prolongadas a sus trabajadores, anticipando el modelo de empleo
corporativo que caracterizaría el siglo XX (Chandler, 1977; Tortella, 2000). La
puntualidad ferroviaria impuso la necesidad del horario uniforme, obligó
a sincronizar relojes a escala nacional e internacional, y legitimó la noción
de "tiempo objetivo", transformando profundamente la percepción
colectiva de la distancia y la temporalidad (Whitrow, 1988; Galison, 2003).
La revolución
del acero tuvo implicaciones que trascendieron el ámbito del transporte
ferroviario. Los barcos, anteriormente construidos con madera y posteriormente
con hierro, adoptaron cascos de acero que permitieron construir navíos más grandes,
rápidos y robustos, capaces de cruzar los océanos en tiempo récord y con una
capacidad de carga sin precedentes (Headrick, 1988; Graham, 1956). Esta
innovación resultó vital para el auge del comercio internacional y los grandes
movimientos migratorios de la época, ya que la navegación a vapor redujo
la travesía atlántica de semanas a días, haciendo rentable el transporte de
productos perecederos y configurando puertos como Liverpool, Hamburgo y Buenos
Aires en nodos esenciales de la economía atlántica (Harley, 1988; North, 1958).
El
impacto del acero fue quizás más visible en la transformación del paisaje
urbano. Su resistencia estructural hizo posible la construcción de
rascacielos, esos gigantes arquitectónicos que comenzaron a definir el
horizonte de ciudades como Chicago y Nueva York. Estructuras emblemáticas como
el Puente de Brooklyn (1883) o la Torre Eiffel (1889), construida
para la Exposición Universal de París, se convirtieron en símbolos icónicos de
esta nueva era de audacia ingenieril, demostrando al mundo las posibilidades
aparentemente ilimitadas del nuevo material (Giedion, 1941; Condit, 1960).
6. La Revolución de las
Comunicaciones: Telégrafo, Teléfono y Radio
La
difusión masiva de cables submarinos a partir de 1866 convirtió a
Londres en el gran centro de intercambio de datos mercantiles, otorgando a la
City la ventaja de la primera señal y consolidando el estatus imperial en el
ámbito de la información (Headrick, 1991; Winseck & Pike, 2007). Esta
supremacía informativa se tradujo en una ventaja competitiva decisiva en los
mercados financieros internacionales, mientras que las elevadas tarifas
telegráficas restringían el uso privado, reservando la inmediatez comunicativa
a gobiernos, grandes comerciantes y agencias de noticias (Standage, 1998; John,
2010).
El telégrafo,
que había sido inventado en la primera mitad del siglo XIX, alcanzó su plena
madurez durante este período. Una densa red de cables de cobre comenzó a cruzar
continentes y, de manera aún más asombrosa, a tenderse por el lecho de los
océanos. El primer cable telegráfico transatlántico estable, completado
en 1866, constituyó una hazaña de la ingeniería que permitió que un mensaje
cruzara el Atlántico en minutos en lugar de semanas, teniendo un impacto
incalculable en el comercio, las finanzas y la política internacional
(Standage, 1998; Wenzlhuemer, 2013).
En
1870, España completó su red radial de 32.000 kilómetros de hilos telegráficos,
gestionada por un cuerpo de telegrafistas civil que reemplazó al sistema óptico
anterior y multiplicó exponencialmente la velocidad de notificación de crisis
políticas y fluctuaciones bursátiles (Pérez Yuste, 2010; Olivé Roig, 1990).
Esta infraestructura comunicativa resultó fundamental para la centralización
administrativa y la integración del mercado nacional español.
La
siguiente gran innovación llevó la voz humana a través de los cables. En
1876, Alexander Graham Bell patentó el teléfono, dispositivo que, aunque
inicialmente fue considerado un juguete costoso para hombres de negocios,
demostró rápidamente su utilidad práctica (Fischer, 1992; Pool, 1977). El
teléfono permitió una comunicación directa, personal e instantánea,
transformando radicalmente la forma de hacer negocios y las relaciones sociales
urbanas (Marvin, 1988; de Sola Pool, 1983).
El
culmen de esta revolución comunicativa llegó con la invención de la telegrafía
sin hilos, es decir, la radio, gracias a los experimentos pioneros de
Nikola Tesla y, especialmente, al trabajo del italiano Guglielmo Marconi, quien
en 1901 logró transmitir una señal a través del océano Atlántico (Aitken, 1976;
Hong, 2001). La radio no solo liberó a la comunicación de las limitaciones
físicas de los cables, sino que también inauguró la era de los medios de
comunicación de masas, proporcionando por primera vez en la historia la
capacidad de transmitir simultáneamente un único mensaje a miles o millones de
personas (Douglas, 1987; Scannell & Cardiff, 1991).
7. Urbanización Acelerada y
Transformación del Espacio Social
La
concentración de fábricas, impulsada por la flexibilidad de la energía
eléctrica y la creciente necesidad de mano de obra especializada, actuó como un
imán irresistible para millones de personas, generando un "mayor éxodo
rural" sin precedentes en la historia (Santos Aguirre, 2023; Weber,
1899). Las oportunidades de empleo en el campo disminuían mientras que en las
urbes parecían ilimitadas, dando lugar al surgimiento de "gigantescas
ciudades con enormes edificios que centralizaban enormes cantidades de
trabajo" (Simmel, 1903; Park, 1925).
El paisaje
urbano se transformó de manera espectacular durante este período. Los
rascacielos de acero y hormigón redefinieron el horizonte metropolitano,
mientras que, a nivel de calle, la vida bullía con una intensidad desconocida
en épocas anteriores. El tranvía eléctrico permitió que las ciudades se
expandieran territorialmente, creando los primeros suburbios para las clases
medias que podían permitirse vivir alejadas del bullicio y la contaminación del
centro industrial (Warner, 1962; Jackson, 1985).
Sin
embargo, la rapidez del crecimiento urbano superó frecuentemente la capacidad
de proporcionar infraestructuras adecuadas. La aglomeración urbana dio
origen a barrios obreros caracterizados por el hacinamiento, con "índices
alarmantes de mortalidad infantil y contaminación atmosférica que ennegrecían
el cielo industrial" (Engels, 1845; Mumford, 1961), creando un contraste
dramático con los barrios burgueses que se beneficiaban plenamente de las
comodidades modernas (Dyos & Wolff, 1973; Olsen, 1986).
8. El Despertar de Nuevas
Conciencias Sociales y Movimientos de Emancipación
La
industrialización intensificó dramáticamente la desigualdad social y la
explotación laboral, creando nuevas formas de subordinación más sistemáticas y
extensas que las tradicionales. Las fábricas, símbolos del progreso material,
eran simultáneamente lugares de jornadas extenuantes, salarios bajos y
condiciones insalubres. La disciplina fabril y la "gestión
científica" del trabajo incrementaron la productividad a costa,
frecuentemente, de la dignidad obrera, imponiendo jornadas extenuantes y
condiciones insalubres en factorías que convertían al trabajador en un
engranaje más de la máquina productiva (Thompson, 1963; Gutman, 1976).
La
concentración fabril y la disciplina taylorista impulsaron la formación de sindicatos
de nuevo cuño que demostraron que la democracia de masas podía convivir con
la producción en serie, aunque las diferencias sobre militarismo y reforma
social fracturaron posteriormente la unidad del movimiento obrero en 1914 (Hobsbawm,
1964; Katznelson & Zolberg, 1986). El resultado fue la emergencia de un movimiento
obrero cada vez más combativo: sindicatos, huelgas y partidos
socialdemócratas que en 1889 fundaron la Segunda Internacional y establecieron
el Primero de Mayo como jornada de reivindicación global (Cole, 1954; Haupt,
1972).
Paralelamente,
el acceso de mujeres burguesas y de clase media a la educación secundaria y a
empleos administrativos alimentó un feminismo sufragista que cuestionó
sistemáticamente la exclusión política y el patriarcado tanto en la fábrica
como en el hogar (Rendall, 1985; Offen, 2000). En 1903, Emmeline Pankhurst
fundó la Women's Social and Political Union y, mediante tácticas de
desobediencia civil, electrizó la opinión pública británica, denunciando la
contradicción fundamental de un liberalismo que proclamaba la libertad mientras
negaba a la mitad de la población el derecho al voto (Purvis, 2002; Mayhall,
2003).
La
represión policial, lejos de sofocar el movimiento, transformó a las suffragettes
en símbolo de la promesa democrática de la modernidad. La compositora Dr. Ethel
Smyth compuso en 1911 "La Marcha de las Mujeres", pieza que se
convertiría en el himno del movimiento sufragista, proporcionando un canto de
identificación y cohesión colectiva que unió y representó la lucha de aquellas
mujeres pioneras (Tickner, 1987; Crawford, 1999).
9. Cultura de Masas y
Espectáculo Nocturno: La Democratización del Entretenimiento
La
conjunción de tranvía eléctrico, prensa barata y alumbrado
público extendió la participación popular en teatros, bulevares y estadios,
configurando una sociedad de masas que convertía el ocio en industria cultural
(Benjamin, 1936; Huyssen, 1986). El arco voltaico alumbró cafés-concert
y bulevares desde la década de 1870, desplazando la iluminación de gas y
transformando las noches europeas en vitrinas de consumo y ocio urbano (Schlör,
1998; Nye, 1990).
Esta
transformación cultural representó una democratización del entretenimiento
sin precedentes en la historia humana. Los espacios de ocio se multiplicaron y
diversificaron, creando nuevas formas de sociabilidad urbana que trascendían
las barreras de clase tradicionales (Kasson, 1978; Nasaw, 1993). La luz de
neón, patentada en 1910, coronó este paisaje sensorial, inscribiendo marcas
comerciales en el cielo nocturno y reforzando la identidad visual de la gran
ciudad moderna (Nye, 1990; Schivelbusch, 1988).
El
consumo de artículos seriados —postales, revistas ilustradas, fonógrafos—
articuló nuevas jerarquías simbólicas y generó ansiedades sobre la homogeneización
cultural y la manipulación de la opinión pública (Benjamin, 1936; Adorno
& Horkheimer, 1944). Esta emergente cultura de masas planteó
interrogantes fundamentales sobre la autenticidad cultural y la autonomía
individual que continúan siendo relevantes en la era digital contemporánea
(Levine, 1988; Ross, 1989).
10. El Precio
Medioambiental del Desarrollo: Hacia la Insostenibilidad Ecológica
Uno
de los legados más problemáticos de la Segunda Revolución Industrial fue su
dependencia estructural de los combustibles fósiles y el modelo de
desarrollo basado en el consumo intensivo de recursos naturales. El carbón
alimentó hornos y locomotoras; el petróleo, buques y automóviles. Aunque
conocido desde la antigüedad, fue durante esta época cuando se desarrollaron
las técnicas de refinado necesarias para obtener productos como la gasolina y
el queroseno (Yergin, 1991; Melosi, 1985).
El
verdadero punto de inflexión llegó con la invención del motor de combustión
interna, un prodigio de la ingeniería perfeccionado por inventores como
Nikolaus Otto y Rudolf Diesel. Este motor era significativamente más ligero y
potente en relación a su tamaño que la máquina de vapor, lo que le confería una
ventaja decisiva: la portabilidad. Liberó a la maquinaria de la tiranía
de las vías del tren y las calderas fijas, abriendo la puerta a una revolución
en el transporte que cambiaría literalmente la faz de la Tierra (Cummins, 1989;
Diesel, 1913).
Este
modelo de crecimiento ilimitado sembró la semilla del deterioro
medioambiental contemporáneo: niebla tóxica en las ciudades, ríos convertidos
en cloacas químicas y una presión inédita sobre recursos naturales y hábitats
(Tarr, 1996; Melosi, 1980). La contaminación del aire y del agua en las zonas
industriales se convirtió en un grave problema, aunque en aquel momento la conciencia
ecológica era prácticamente inexistente. Las ciudades industriales estaban
envueltas en una niebla tóxica permanente, y los ríos se convirtieron en
receptáculos de desechos químicos e industriales (Thorsheim, 2006; Stradling,
1999).
11. Imperialismo y
Globalización Desigual: La Expansión del Sistema Mundial
A
escala planetaria, la insaciable demanda de materias primas y mercados
impulsó un imperialismo que subordinó grandes regiones de África, Asia y
Oceanía a las economías industriales europeas y norteamericanas, reforzando una
globalización tan expansiva como profundamente desigual (Hobsbawm, 1987; Said,
1993). Las potencias europeas y Estados Unidos se lanzaron a la conquista de
continentes enteros, imponiendo su dominio político, económico y cultural sobre
millones de personas. Como señala Hobsbawm (1987), "el imperialismo fue el
complemento y la consecuencia lógica de la industrialización" (Lenin,
1917; Robinson & Gallagher, 1961).
Puertos
como Liverpool y Hamburgo se consolidaron como nodos
fundamentales de una economía atlántica que, gracias a los vapores
transoceánicos, transportaba productos perecederos y migrantes a una velocidad
hasta entonces inconcebible (Harley, 1988; North, 1958). La globalización
que se gestó durante esta época fue profundamente asimétrica: mientras unos
países se industrializaban y enriquecían, otros quedaban relegados a la
periferia, condenados a la extracción de recursos y la dependencia económica
estructural (Wallerstein, 1974; Frank, 1967).
12. El Caso Español:
Modernización Desigual y Asimetrías Territoriales
En
el ámbito ibérico, el proceso de industrialización fue notablemente más desigual
y fragmentado. Mientras Barcelona estrenaba tranvías eléctricos y Bilbao
exportaba mineral de hierro a los altos hornos británicos, vastas zonas rurales
seguían dependiendo de la tracción animal y de estructuras agrarias casi
preindustriales (Tortella, 2000; Nadal, 1975). El sistema canovista
garantizaba estabilidad parlamentaria, pero bloqueaba reformas agrarias
fundamentales y la descentralización fiscal, generando descontento obrero y
tensiones regionalistas crecientes (Varela Ortega, 1977; Romero Maura, 1973).
El Desastre
colonial de 1898 precipitó un debate regeneracionista que clamó por
"escuela y despensa" como pilares de una España moderna, pero chocó
sistemáticamente con los intereses de las élites tradicionales y con la
asimetría territorial entre periferias industrializadas y un interior
latifundista (Álvarez Junco, 2001; Serrano, 1999). La inyección de capital
repatriado estimuló la banca y la electrificación, pero no logró corregir
la fractura estructural entre periferias industriales y un interior caracterizado
por el latifundismo y la agricultura extensiva (García Delgado, 1981; Harrison,
1993).
13. De la Modernidad Civil
a la Guerra Total: La Dialéctica Destructiva del Progreso
La
infraestructura gestada durante la Segunda Revolución Industrial se reveló finalmente
como un arma de doble filo con consecuencias históricas devastadoras.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, los mismos ferrocarriles que
integraban mercados movilizaron millones de soldados en cuestión de días; la
artillería de gran calibre dependía de explosivos nitrados producidos
masivamente en fábricas químicas que, en tiempos de paz, abastecían de
fertilizantes al campesinado (Haber, 1986; McNeill, 1982).
La guerra
total exhibió la cara oscura de la eficiencia industrial: la producción en
serie de ametralladoras y gases tóxicos, la centralización del mando gracias a
la radio-telegrafía y la logística mecánica capaz de sostener frentes de
batalla de miles de kilómetros (Chickering & Förster, 2000; Strachan,
2001). Las comunicaciones por radio-telégrafo permitieron el mando
centralizado y prefiguraron la guerra de información, mientras la
producción en cadena de vehículos y ametralladoras mostró la dimensión sombría
de la eficiencia taylorista aplicada a la destrucción masiva (Winter, 1988; Ferguson,
1999).
Aquella
conflagración marcó el final de la belle époque y demostró que el
progreso técnico podía convertirse en un instrumento de destrucción sin
precedentes en la historia humana, cuestionando fundamentalmente las narrativas
optimistas del progreso lineal que habían caracterizado el período anterior
(Eksteins, 1989; Modris, 1989).
14. Un Legado Ambivalente:
Reflexiones Contemporáneas
El
legado de la Segunda Revolución Industrial es profundamente ambivalente:
nos dejó "un mundo más rico, más conectado y tecnológicamente más avanzado
que nunca" (Santos Aguirre, 2023), pero también "un planeta más
explotado, una sociedad marcada por nuevas formas de desigualdad y un sistema
internacional cargado de tensiones estructurales" (Polanyi, 1944; Harvey,
1989). La Segunda Revolución Industrial nos legó un planeta más rico y
conectado, pero también más vulnerable a sus propias externalidades
ambientales y sociales; nos legó la promesa de la movilidad social y del
conocimiento universal, pero también la experiencia histórica de la explotación
sistemática y la guerra total (Giddens, 1990; Beck, 1992).
Esta
democratización del consumo encontró en los grandes almacenes y en la
publicidad moderna los templos donde forjar nuevas identidades basadas en la
posesión de mercancías y en el acceso a experiencias estandarizadas: asistir al
teatro iluminado por luz eléctrica, viajar en tranvía hasta los suburbios
residenciales o coleccionar postales y revistas ilustradas impresas en series
masivas (Miller, 1981; Leach, 1993).
La
historia de aquella infraestructura de hierro, vapor y cables nos
recuerda que la técnica no es un destino ineluctable, sino un campo de disputa
política y cultural en el que se decide, todavía hoy, el significado auténtico
de la palabra "progreso" (Winner, 1980; Bijker et al., 1987). Las
transformaciones contemporáneas en inteligencia artificial, biotecnología y
sostenibilidad ambiental requieren una comprensión histórica de cómo las
sociedades han navegado anteriormente las tensiones entre innovación
tecnológica, justicia social y sostenibilidad ecológica
(Castells, 1996; Latour, 2005).
La
Segunda Revolución Industrial demostró que el progreso tecnológico no es
automáticamente sinónimo de progreso humano, y que las sociedades deben
tomar decisiones conscientes y democráticas sobre cómo organizar la producción
y la distribución para asegurar que la innovación sirva al bienestar colectivo
y no meramente a la acumulación de capital (Noble, 1984; Feenberg, 1991). Esta
lección histórica fundamental mantiene toda su vigencia en el contexto de las
transformaciones tecnológicas del siglo XXI.
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