"La historia, en gran medida, es una construcción subjetiva, ya que el historiador interpreta retrospectivamente el desorden de los hechos humanos para darles sentido. ______ (Carr, 1961)
Este proceso enfrenta riesgos como la simplificación excesiva, la falta de comprensión de las causas y efectos, y la influencia de las perspectivas de la época del historiador. Así, la historia no solo refleja las actitudes y necesidades del presente, sino también los logros del pasado, aunque la búsqueda de objetividad siempre se ve limitada por la interpretación individual.
El período comprendido entre finales del siglo XIX y
principios del XX estuvo marcado por profundos cambios políticos, económicos y
sociales en Europa y España[15]. Las
tensiones internas y externas, junto con los movimientos sociales, anticiparon
los conflictos y transformaciones del siglo XX. De este modo, la modernización económica, el ascenso del nacionalismo, la búsqueda de nuevos mercados y el despertar de las clases trabajadoras
configuran el preludio de los grandes enfrentamientos y revoluciones que se desencadenarían
a lo largo del siguiente siglo.
Transformaciones Políticas en Europa
A finales del siglo XIX, Europa vivió un período de
profundas transformaciones políticas, sociales y económicas, que marcaron el
tránsito hacia el siglo XX[15]. Este
tiempo estuvo caracterizado por una combinación de inestabilidad política, auge
del nacionalismo y conflictos entre
potencias imperiales, todo ello coexistiendo con el avance de la
industrialización y la modernización. En este escenario, surgieron fenómenos
culturales como las tarjetas postales, que reflejaban tanto las aspiraciones tecnológicas como la nostalgia por un pasado en desaparición[15]. Estas tensiones e innovaciones fueron "la semilla de
la nueva conciencia nacional que brotaría con fuerza en las primeras décadas
del siglo XX"[15].
Europa se convirtió en un campo de competencia entre grandes potencias, marcado por alianzas estratégicas, tensiones nacionalistas y rivalidades imperiales[15]. La unificación de
Alemania en 1871, liderada por Otto von Bismarck tras la guerra
franco-prusiana, desplazó a Francia como potencia dominante, sembrando un
profundo resentimiento en la política internacional[15]. "La humillación francesa tras 1871 se transformó en
una constante búsqueda de revancha, impulsando una diplomacia hostil hacia
Alemania"[15].
Simultáneamente, potencias como Gran Bretaña, Rusia y Austria-Hungría buscaban ampliar o
conservar esferas de influencia[15].
"La Europa de finales del siglo XIX era un conjunto de tableros
diplomáticos en el que cada Estado se esforzaba por no quedarse rezagado ante
los cambios geopolíticos y económicos"[15].
El sistema de
alianzas de Bismarck buscaba mantener el equilibrio de poder en Europa,
cuyo eje fue la Triple Alianza (1882),
que vinculaba a Alemania, Austria-Hungría e Italia[15]. Este acuerdo buscaba aislar diplomáticamente a Francia y
contener los conflictos en los Balcanes. "Bismarck entendió que la
estabilidad europea dependía de evitar una guerra en múltiples frentes,
preservando a Alemania como la potencia dominante en el continente"[15].
No obstante, tras la dimisión de Bismarck en 1890, el Káiser Guillermo II adoptó una política
exterior más agresiva, conocida como Weltpolitik,
que priorizaba la expansión colonial
y la confrontación con Reino Unido[15]. Este cambio provocó el deterioro de las relaciones con
Rusia, lo que permitió que esta última se acercara a Francia, estableciendo la Alianza Franco-Rusa (1894)[15].
Los Balcanes, denominados el "polvorín de Europa", se convirtieron en el epicentro de conflictos[15]. El declive del Imperio Otomano, sumado al crecimiento de movimientos nacionalistas en Serbia, Grecia y Bulgaria, desestabilizó aún más la región. Serbia, con apoyo ruso, promovió la idea de una gran nación eslava, chocando directamente con los intereses de Austria-Hungría, deseosa de mantener su influencia en la zona.
Cambios Sociales y Democratización
El sufragio
comenzó a expandirse en las democracias emergentes, permitiendo una mayor
participación política de sectores burgueses y trabajadores, aunque de forma
desigual[15]. Este
proceso generó un entorno político dinámico que marcó "La irrupción de los
trabajadores organizados en el ámbito político como un desafío directo al poder
tradicional de las élites aristocráticas y monárquicas"[15].
El surgimiento de partidos
socialistas y sindicatos en el
último tercio del siglo XIX reflejó las crecientes demandas de los trabajadores
industriales[15].
Organizaciones como la Segunda
Internacional (1889) unieron movimientos obreros de diferentes países en una
plataforma internacional para la defensa de los derechos laborales y el impulso
de reformas sociales. En países como Francia y Alemania, los partidos socialdemócratas se
consolidaron como fuerzas políticas clave, representando a una clase trabajadora cada vez más
organizada y consciente de sus derechos.
Mientras en el norte y centro de Europa se producía una expansión gradual del sufragio, en el
sur del continente, especialmente en Italia y España, las estructuras políticas oligárquicas limitaban la verdadera
participación popular[15].
"El caciquismo y la manipulación electoral mantenían un control férreo
sobre los sistemas políticos, simulando una democratización que en la práctica
era ficticia"[15].
El Movimiento
Sufragista Femenino y el papel de las mujeres en el cambio social comenzó a
ganar fuerza a finales del siglo XIX[15]. El movimiento sufragista femenino, liderado por figuras
como Emmeline Pankhurst en el Reino
Unido, representó campañas por el derecho
al voto y la igualdad de derechos
civiles. "La lucha por la emancipación de las mujeres fue una de las
grandes batallas sociales del fin de siglo, reflejando las tensiones de una
sociedad que buscaba adaptarse a los cambios de la modernidad"[15].
Los cambios en la estructura
social fueron igualmente determinantes. El crecimiento de la clase media urbana, el aumento de la alfabetización y la reducción de la jornada laboral crearon un público con
tiempo libre, recursos económicos y curiosidad cultural suficientes para
sostener nuevos mercados culturales[15].
La expansión del sistema
educativo contribuyó a la formación de un público capaz de apreciar y
decodificar nuevas formas culturales. La educación
visual, aunque rudimentaria, preparó a las masas para el consumo de
productos culturales visuales[15].
Segunda Revolución Industrial (1870-1914)
La Segunda Revolución
Industrial transformó radicalmente la economía global, gracias a
innovaciones tecnológicas como la electricidad,
el motor de combustión interna y la industria química[15]. "La introducción de nuevas tecnologías consolidó el
dominio europeo en la economía global, reforzando la supremacía de potencias
como Alemania, el Reino Unido y Francia, mientras que el sur y este de Europa
quedaron rezagados"[15].
El desarrollo de infraestructuras
estratégicas, como el ferrocarril
y el Canal de Suez (1869), facilitó
una mayor conectividad entre mercados internacionales[15]. Estas innovaciones no solo redujeron los costos de
transporte, sino que también aceleraron la integración
económica global. "El ferrocarril y la navegación a vapor fueron los
pilares de un nuevo sistema económico global, que permitió el intercambio rápido
de bienes, personas e ideas"[15].
El Contexto Español: De la Crisis Política a la Modernización
El Proceso de Modernización Industrial
En España, el proceso de modernización fue más lento pero igualmente significativo[15]. El desarrollo industrial, incipiente a principios de la
Restauración, recibió notable incremento durante los años ochenta y noventa
gracias a las inversiones extranjeras
(desarrollo de la producción de energía eléctrica, extensión de la red
ferroviaria, aumento de la explotación de las riquezas mineras, creación de
nuevas industrias)[15].
La Revolución
Industrial jugó un papel determinante en las transformaciones urbanas
españolas, aunque el proceso de desarrollo industrial se inició pero no llegó a
consolidarse plenamente debido a la falta de elementos significativos para un
auténtico proceso de industrialización[15]. Entre estos elementos faltantes se encontraban la ausencia
de una producción agrícola próspera
por falta de tecnología, una red de
transporte mucho más desarrollada y una red financiera nacional consolidada.
Desarrollo Regional: Cataluña y País Vasco
Cataluña y el País Vasco
destacaron como los territorios más aventajados en esta carrera industrial[15][16]. En Cataluña, se desarrolló una notable industria textil, seguida por la industria bancaria y la producción vinícola. Este magnífico
aumento de la economía se reflejó en la Exposición
de Barcelona de 1888, con una exaltación de la cultura catalana y el
arrollador triunfo del Modernismo[15].
En el País Vasco, la industria
siderúrgica revitalizó toda la zona vasco-cántabra gracias a los yacimientos de hierro explotados con
capital extranjero[15][16]. La clave para este desarrollo fue el hierro, ya que las minas existentes en dicho territorio eran lo
suficientemente importantes como para permitir el crecimiento del sector
industrial, concretamente de altos
hornos[16]. Sin
embargo, España no tenía ni la capacidad técnica, ni económica, ni siquiera
natural como para que el resultado fuera importante. La única salida era, de
nuevo, el capital extranjero, en
este caso galés, que ofrecía capital y técnica, además de un carbón de coque de
mayor calidad que el asturiano[16].
El crecimiento industrial en Cataluña y el País Vasco
propició el surgimiento de sindicatos
como la UGT y la CNT[15]. "El auge del movimiento obrero en España reflejó
tanto el impacto de la industrialización como las tensiones de un sistema
político incapaz de adaptarse"[15].
Los Nacionalismos Periféricos
El nacionalismo
catalán y vasco exigía autonomía
frente al centralismo[15]. En Cataluña, líderes como Valentí Almirall impulsaron una agenda regionalista, mientras Sabino Arana promovía el nacionalismo vasco basado en la preservación cultural. Este fenómeno
reflejaba la pluralidad de identidades
que cohabitaban en la Península Ibérica[15].
El Desastre del 98 y el Regeneracionismo
El Desastre del 98
marcó el fin del imperio español y generó un debate regeneracionista liderado por figuras como Joaquín Costa, quien abogó por una reforma integral del país[15][17]. Este fue el momento en que "la sociedad española
percibió la urgencia de redefinir su proyecto nacional y reconducir las
estructuras políticas y económicas hacia la modernidad"[15]. Costa promovió su famosa máxima "Escuela, despensa y doble llave al sepulcro del Cid",
que significaba mirar hacia el futuro y abandonar la narrativa triunfal del
pasado[15].
La crisis de fin de
siglo se situó en el período abarcado por la última década del siglo XIX y
el primer lustro del XX, siendo el momento clave el choque de 1898, que, según Manuel Tuñón de Lara, fue "un
revulsivo potentísimo que actuó sobre comportamientos e ideas de gran parte de
la burguesía, de propietarios agrícolas, de pequeños comerciantes de tipo
medio, etc., que se sentían enteramente frustrados"[15].
Sin embargo, es necesario señalar que el llamado
"Desastre del 98" fue más un estado
de ánimo, una crisis moral e
ideológica, que una realidad política y económica[17]. De hecho, en los años siguientes el sistema de la Restauración continuó funcionando como lo había hecho
hasta la fecha; sin sobresaltos que pusieran en cuestión su vigencia. Las
consecuencias económicas de la pérdida
colonial resultaron ser menores de lo previstas, ya que España ya no tenía
que afrontar el cuantioso gasto que suponían el ejército y la administración
colonial[17].
Avances en Educación y Cultura
A pesar de las dificultades políticas, el período de la
Restauración también fue testigo de importantes avances educativos[18]. En el
siglo XIX, España experimentó cambios significativos hacia la democratización educativa. La principal
influencia fueron ideas liberales
provenientes del resto de Europa. En 1857,
la Ley Moyano supuso un hito clave,
estableciendo las bases para una educación
pública obligatoria en niveles básicos[18].
Se crearon nuevos organismos inspirados en la Institución Libre de Enseñanza, como el
Museo Pedagógico Nacional en 1882 y
la reforma de la Escuela Normal en
1898[15]. En 1900 se estableció el Ministerio de
Instrucción Pública y Bellas Artes, y en 1901 se amplió la escolaridad obligatoria hasta los 12
años[15].
Impacto en la Industria Cultural
Este contexto socioeconómico creó las condiciones perfectas
para el florecimiento de las tarjetas
postales como fenómeno de masas[15]. La tarjeta postal revolucionó las formas de comunicación a mediados y finales del
siglo XIX, transformando la tradición formal y costosa de escribir cartas en un
sistema que permitía a las personas corresponder de manera más casual y económica. La popularidad fue
evidente cuando 575,000 tarjetas
postales fueron enviadas en su primer día de venta[15].
En la década de 1890 se introdujeron las "Tarjetas Postales Pictóricas"
con una imagen en el frente (como una ubicación exótica o un punto de
referencia famoso) y espacio para escribir en el reverso[15]. La democratización
de la imagen debido a su circulación y acceso, y su consecuente pérdida de
aura que devino por la reproductibilidad y, por lo tanto, en la multiplicidad
de la tarjeta postal, reflejó los cambios más amplios de la modernidad industrial[15].
Las tarjetas postales se convirtieron en "un símbolo
del progreso industrial y urbano,
pero también en un vehículo para la representación de identidades nacionales y culturales"[15], siendo especialmente importantes como medio de comunicación turística que permitía
enviar recuerdos de España a destinatarios extranjeros.
En conclusión, el período 1870-1900 tanto en Europa como en
España se caracterizó por ser una época de transición
marcada por la inestabilidad política,
el proceso de modernización económica,
el despertar de nuevas fuerzas sociales
y el surgimiento de identidades
nacionales alternativas. Estas transformaciones sentaron las bases para los
grandes cambios que experimentarían ambos contextos en el siglo XX, desde la
crisis de los sistemas políticos tradicionales hasta el surgimiento de nuevas
formas de organización política, social y cultural.
Las tarjetas postales se convirtieron en "un símbolo del progreso industrial y
urbano, pero también en un vehículo para la representación de identidades
nacionales y culturales" (Riego, 2001), siendo especialmente importantes
como medio de comunicación turística que permitía enviar recuerdos de España a
destinatarios extranjeros.
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- Tuñón de Lara, M. (1972). El movimiento obrero en la historia de España. Taurus.
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