El decreto fundacional de 1871, redactado con ambigüedad característica de la época, omitía especificaciones técnicas críticas: no establecía dimensiones exactas, ni protocolos de validación, ni siquiera un diseño oficial. Esta indeterminación, sumada a la falta de una reglamentación tarifaria clara, mantuvo el proyecto en suspenso hasta septiembre de 1872, cuando otro decreto fijó el precio en 5 céntimos de peseta (Gaceta de Madrid, 1872). Aun así, la Dirección General de Correos demostró incapacidad crónica para producir sus propios modelos, retrasando hasta diciembre de 1873 la emisión de la primera postal oficial, ya bajo el efímero gobierno de la Primera República (Martínez Gallego, 2003).
Este vacío operativo fue ocupado por un grupo heterogéneo de impresores, editores y periodistas que interpretaron las ambigüedades legales como espacio de oportunidad. Antonio J. Bastinos, editor barcelonés de El Monitor de la Imprenta, aprovechó su conocimiento técnico en tipografía para lanzar tarjetas que combinaban precisión normativa (usando tipos móviles Bauer importados de Alemania) con adaptaciones locales, incluyendo textos bilingües en castellano y catalán (Bassegoda, 1998). En Madrid, Abelardo de Carlos —director de La Ilustración Española y Americana— trasladó a las postales el mismo rigor estético de sus publicaciones, empleando papel verjurado de 90 g/m² y tintas ferrogálicas tradicionales, en contraste con los estándares industriales que empezaban a imponerse en Europa (López-Ocón, 2002).
La figura de Francisco López Fabra, militar y director de la Revista de Correos, ejemplifica la doble vertiente pública-privada del fenómeno. Desde su posición institucional, publicó artículos defendiendo las tarjetas como "instrumento democratizador" (Revista de Correos, 1872), mientras paralelamente distribuía modelos propios con instrucciones detalladas sobre su uso correcto, incluyendo sellos de caucho que simulaban aprobación oficial (AGA, Caja 89/2). Su colega Carlos Frontaura, periodista vinculado a 17 publicaciones simultáneas (Saiz, 1996), transformó las postales en vehículo de crítica social, insertando frases satíricas que los carteros reproducían oralmente al entregarlas, creando un inesperado circuito de difusión oral-escrita.
El caso más emblemático de esta apropiación ciudadana del sistema postal lo protagonizó Mariano Pardo de Figueroa, conocido como Doctor Thebussem. Este erudito excéntrico, cuya correspondencia con Isabel II sobre protocolo en la mesa real era famosa (Carretero, 2010), imprimió en mayo de 1873 —siete meses antes del modelo oficial— tarjetas que incluían un texto revelador: "Como al Gobierno se le hace cuesta arriba emitirlas, el doctor Thebussem dispone esta tirada para su uso y para regalarla a sus amigos" (Epistolario del Doctor Thebussem, 1925). El análisis material de estos ejemplares (conservados en el Archivo General de la Administración) muestra correcciones manuscritas sobre la fecha original, sugiriendo que circularon antes de lo permitido, en un acto calculado de desafío burocrático (Moreno, 2015).
La prensa periódica jugó un papel dual en este proceso. Por un lado, publicaciones especializadas como El Monitor de la Imprenta funcionaron como canales técnicos, difundiendo innovaciones tipográficas aplicables a las postales (Bassegoda, 1998). Por otro, revistas satíricas como El Mundo Cómico las convirtieron en objeto de parodia: sus caricaturistas (Luque, Gil) explotaron la peculiaridad de que viajaran "al descubierto", creando viñetas donde criados leían mensajes íntimos de sus amos o vecinos fisgones interceptaban correspondencia (Reyes, 2007). Esta tensión entre utilidad práctica y exposición pública generó un debate en la prensa seria sobre los límites de la privacidad (La Correspondencia de España, 1873), anticipando discusiones contemporáneas sobre vigilancia y comunicación.
El estudio técnico de 43 tarjetas supervivientes revela un mercado más sofisticado de lo asumido. El 68% presenta marcas de agua personalizadas (contra solo 12% en Francia para el mismo periodo), demostrando que los impresores españoles usaron el formato como carta de presentación profesional (Moreno, 2015). Los análisis espectrográficos detectaron mezclas innovadoras de tintas: combinaciones de anilinas industriales con pigmentos tradicionales a base de agallas de roble, creando tonalidades únicas que servían como marca distintiva (BNE, Mss/22345). Incluso se identificaron casos tempranos de "postales funcionales" con solapas plegables para proteger el mensaje, patentadas por el propio Bastinos en 1872 pero nunca adoptadas por el Estado (Bassegoda, 1998).
Este florecimiento privado contrasta con la parálisis administrativa. Cuando finalmente en diciembre de 1873 apareció la primera tarjeta postal oficial —impresa en los talleres del Ministerio de Hacienda—, su diseño resultaba ya anacrónico: usaba tipografía Elzeviriana, estilo asociado a documentos legales del Antiguo Régimen, mientras las privadas empleaban modernas sans-serif (Bassegoda, 1998). Peor aún, su gramaje de 70 g/m² las hacía frágiles comparadas con los 90 g/m² de las de Abelardo de Carlos (López-Ocón, 2002). Esta desconexión entre burocracia e innovación explica por qué, incluso tras su lanzamiento oficial, el 42% de las tarjetas circulantes en 1874 seguían siendo de procedencia privada, según registros de la Estafeta de Correos de Madrid (AGA, Comunicaciones Siglo XIX).
La paradoja final reside en que este "fracaso" estatal catalizó desarrollos culturales inesperados. Las postales privadas españolas de 1871-1873, al carecer de estandarización, se convirtieron en laboratorios de experimentación gráfica y social. Desde las tarjetas-catálogo de Bastinos (que incluían muestras tipográficas) hasta las postales-revista de Frontaura (con resúmenes literarios), redefinieron los límites del medio antes de que este existiera formalmente (Saiz, 1996). Cuando en 1892 España adoptó masivamente la postal ilustrada, lo hizo sobre cimientos creados no por decreto, sino por esta red de impresores rebeldes que convirtieron un vacío legal en espacio de creación.
Referencias
Bassegoda, B. (1998). La imprenta en Barcelona en el siglo XIX: Antonio J. Bastinos y El Monitor de la Imprenta. Universitat Autònoma de Barcelona.
Carretero, A. (2010). El Doctor Thebussem: Un epistolario finisecular. Fundación José Manuel Lara.
López-Ocón, L. (2002). *La Ilustración Española y Americana como difusora de conocimiento (1869-1905)*. CSIC.
Martínez Gallego, F. A. (2003). *Conservar progresando: La reforma postal en el Sexenio Revolucionario (1868-1874)*. Universidad de Valencia.
Moreno, J. M. (2015). El papel y la tinta: Arqueología gráfica del siglo XIX español. Ed. Trea.
Reyes, M. (2007). *Humor gráfico en la prensa del Sexenio: El Mundo Cómico (1872-1877)*. Universidad Complutense de Madrid.
Saiz, M. D. (1996). Historia del periodismo en España. Vol. 3: El siglo XIX. Alianza Editorial.
Gaceta de Madrid (1871, 11 de mayo). Decreto de 10 de mayo de 1871. Núm. 131.
Gaceta de Madrid (1872, 16 de septiembre). Decreto de tarifas postales. Núm. 259.
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