1.1. Contexto Sociopolítico Europeo (1869-1939)
1.2. Contexto Sociopolítico Español (1850-1939)
1.3. Innovaciones tecnológicas en la producción de postales
1.4. Marco Legal y Regulación Postal
1.5. Coleccionismo y la tarjeta postal como objeto efímero.
CONTEXTO HISTÓRICO, ECONÓMICO Y SOCIAL DEL PERÍODO 1869-1939
Antecedentes sociales, económicos e históricos de la modernidad europea
(1869-1939)
El periodo comprendido
entre 1869 y 1939 constituye una fase de transformaciones
estructurales sin precedentes en la historia europea, caracterizada por la
aceleración de procesos iniciados décadas atrás y por
la emergencia de fenómenos enteramente nuevos que redefinieron las bases
económicas, sociales, políticas y
culturales del continente. La tarjeta postal ilustrada emergió y se consolidó
precisamente en este contexto de cambio acelerado, actuando simultáneamente como producto y como agente de las
transformaciones que caracterizaron la entrada de Europa en la modernidad industrial y urbana.
La Segunda Revolución Industrial, que se desarrolló
aproximadamente entre 1870 y 1914, representó una
profundización y diversificación de los
procesos industriales iniciados en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII (Hobsbawm, 1998). A
diferencia de la Primera Revolución
Industrial, centrada en la industria textil, el hierro y la máquina de vapor, la segunda fase se caracterizó por la emergencia de nuevos sectores industriales —acero, química, electricidad, petróleo— y por la
aplicación sistemática del conocimiento científico a los procesos productivos, configurando lo que algunos historiadores
han denominado la industria científica o tecnociencia (Mokyr,
1990). La electricidad revolucionó tanto la
producción industrial, permitiendo factorías más
flexibles y eficientes, como la vida urbana, transformando la iluminación pública, el
transporte mediante tranvías eléctricos y
las posibilidades del ocio nocturno. El motor
de combustión interna y la industria petrolera abrieron nuevas posibilidades
de transporte individual y colectivo, mientras que la industria química desarrolló nuevos
materiales, fertilizantes artificiales, colorantes sintéticos y productos farmacéuticos que ampliaron las capacidades productivas y
modificaron hábitos de consumo (Landes, 1979).
Alemania emergió durante este periodo como la principal potencia
industrial europea, desplazando gradualmente a Gran Bretaña. Este ascenso alemán se
explica por múltiples factores convergentes: la unificación política alemana en 1871 creó un
mercado interno amplio y unificado; el sistema educativo alemán, con universidades técnicas y escuelas politécnicas de alta calidad, proporcionó mano de obra altamente cualificada y generó investigación científica aplicada; el sistema bancario alemán, basado en grandes bancos mixtos que combinaban
funciones comerciales e inversoras, facilitó la
financiación de proyectos industriales de gran escala; y el sistema de cárteles (Konzerne) permitió
concentraciones empresariales que aprovechaban economías de escala y coordinaban inversiones en investigación y desarrollo (Landes, 1979; Mokyr, 1990). La
industria química alemana, con empresas como BASF, Bayer y Hoechst,
alcanzó posiciones de liderazgo mundial, mientras que la
industria eléctrica, con Siemens y AEG, dominaba mercados europeos y
extra-europeos.
Francia mantuvo una posición industrial sólida,
especialmente en sectores de bienes de
consumo de calidad —textiles de lujo, moda, perfumería, productos alimentarios elaborados— donde la tradición
artesanal y el prestigio cultural francés proporcionaban
ventajas competitivas. La economía
francesa experimentó un crecimiento sostenido durante las últimas décadas del
siglo XIX y las primeras del XX, aunque a ritmos inferiores a los alemanes,
consolidando una estructura industrial diversificada que combinaba grandes
empresas en sectores modernos con numerosas pequeñas y medianas empresas en sectores tradicionales
(Caron, 1979). Gran Bretaña, pionera de la industrialización, experimentó durante
este periodo un declive relativo de
su posición industrial frente a competidores más dinámicos,
manteniendo sin embargo su supremacía financiera como centro del sistema monetario internacional basado
en el patrón oro y su posición
privilegiada como metrópoli del mayor imperio colonial del mundo (Hobsbawm, 1998).
La urbanización constituyó otro
proceso fundamental del periodo. La población urbana
europea creció extraordinariamente, tanto en términos absolutos como relativos. Ciudades que a
mediados del siglo XIX eran núcleos de
tamaño medio se convirtieron en metrópolis de varios cientos de miles o incluso millones de
habitantes. Londres superó los seis millones de habitantes en 1900, París alcanzó los tres
millones, Berlín creció de menos
de un millón en 1870 a más de dos
millones en 1910, y ciudades como Viena, Manchester, Birmingham, Hamburgo o
Barcelona experimentaron crecimientos espectaculares (Hohenberg y Lees, 1985).
Este crecimiento urbano no fue
meramente cuantitativo sino cualitativo, transformando radicalmente la morfología, las funciones, las infraestructuras y las culturas
urbanas.
La urbanización respondía a múltiples factores convergentes. La industrialización generaba demanda de mano de obra concentrada en núcleos fabriles, atrayendo poblaciones rurales que
abandonaban el campo ante las limitadas oportunidades que ofrecía una agricultura en transformación y ante las expectativas de mejores salarios y
condiciones de vida en las ciudades. Las transformaciones
agrícolas —mecanización, uso de
fertilizantes químicos, especialización
productiva— incrementaron la productividad del trabajo agrícola, permitiendo alimentar poblaciones urbanas
crecientes con menos trabajadores rurales y expulsando mano de obra excedente
hacia las ciudades (Bairoch, 1988). El desarrollo de los sistemas de transporte, especialmente el ferrocarril, facilitó las migraciones internas y la movilidad de
poblaciones, reduciendo costes y tiempos de desplazamiento y conectando
territorios rurales periféricos con núcleos
urbanos centrales.
Las ciudades experimentaron
transformaciones urbanísticas profundas para adaptarse al crecimiento demográfico y a las nuevas funciones que asumían. Los ensanches
urbanos —el Ensanche Cerdà en
Barcelona, las operaciones haussmannianas en París, el Ring vienés— incorporaron amplios territorios periféricos mediante trazados planificados que incluían calles anchas, plazas, parques, redes de
alcantarillado y distribución de
agua, equipamientos públicos y bloques residenciales diseñados según
criterios higienistas y funcionales (Sutcliffe, 1970). La electrificación de las ciudades transformó la iluminación pública, sustituyendo el gas por luz eléctrica que proporcionaba mayor intensidad, fiabilidad y
seguridad, ampliando las posibilidades del ocio nocturno y modificando los
ritmos de vida urbana. Los tranvías eléctricos, introducidos masivamente desde la década de 1890, revolucionaron el transporte urbano,
permitiendo desplazamientos rápidos y
económicos entre barrios periféricos y centros urbanos, facilitando la suburbanización de clases medias y obreras y ampliando los mercados
laborales urbanos (Hohenberg y Lees, 1985).
La sociedad de consumo emergió como fenómeno característico del
periodo, especialmente durante las décadas de
la Belle Époque (ca. 1870-1914), denominación que subraya el optimismo, la prosperidad relativa y
el dinamismo cultural que caracterizaron Europa, y especialmente Francia,
durante estas décadas (Charle, 2011). El aumento de los salarios reales de amplios sectores de
trabajadores urbanos, resultado de incrementos de productividad, presiones
sindicales y mejoras en la organización del
trabajo, elevó el poder
adquisitivo y permitió acceder a bienes de consumo que anteriormente habían estado restringidos a élites o que eran enteramente nuevos (Pollard, 1981).
Los grandes almacenes —Bon Marché en París, Harrods en Londres, Tietz y Wertheim en Berlín— revolucionaron el comercio
minorista mediante la concentración de múltiples productos bajo un mismo techo, la exhibición atractiva de mercancías, la fijación de
precios marcados, la posibilidad de devolver productos insatisfactorios y
estrategias publicitarias innovadoras que estimulaban el deseo de consumo
(Miller, 1981).
El turismo se consolidó como práctica cultural de masas durante este periodo. Las
clases medias urbanas, beneficiadas por aumentos salariales, reducción de jornadas laborales y conquista de periodos
vacacionales, comenzaron a viajar durante vacaciones estivales hacia destinos
de playa, montaña o balnearios termales, siguiendo pautas establecidas
previamente por aristocracias y burguesías
acomodadas (Boyer, 2002). El ferrocarril facilitó estos desplazamientos mediante tarifas accesibles,
horarios regulares y conexiones amplias que integraban destinos periféricos en circuitos turísticos nacionales e internacionales. La industria turística emergió para satisfacer esta demanda creciente: hoteles,
pensiones, restaurantes, agencias de viajes, guías impresas, postales ilustradas y toda una serie de
servicios especializados configuraron un sector económico dinámico que
transformó territorios costeros, montañosos y urbanos en espacios
de ocio organizados según lógicas comerciales (Boyer, 2002; Urry, 1990).
La cultura visual moderna se consolidó durante estas décadas
mediante múltiples soportes y prácticas que ampliaron extraordinariamente la circulación de imágenes. La
fotografía, que había
permanecido relativamente restringida a estudios profesionales y prácticas de élites
durante mediados del siglo XIX, se popularizó mediante
abaratamiento de costes, simplificación de
procedimientos técnicos y emergencia de una industria fotográfica diversificada que incluía fabricantes de cámaras y
materiales sensibles, estudios profesionales, fotógrafos ambulantes y, desde finales del siglo XIX,
aficionados que practicaban fotografía doméstica gracias a cámaras
portátiles como la Kodak (Freund, 1974). La prensa ilustrada, posible gracias a
procedimientos fotomecánicos que permitían
reproducir fotografías en tiradas masivas, integró imágenes en
la información cotidiana, transformando las relaciones entre texto e
imagen y configurando nuevos regímenes de visualidad donde la fotografía adquiría funciones testimoniales, informativas y persuasivas
(Schwartz y Przyblyski, 2004).
El cine, invento de finales del siglo XIX que experimentó un desarrollo fulgurante durante las primeras décadas del XX, añadió la dimensión
temporal y el movimiento a la reproducción visual,
creando un nuevo medio de masas con extraordinario impacto cultural, social y
económico (Sadoul, 1949). Las exposiciones universales e internacionales —París 1889 y
1900, Barcelona 1888 y 1929, Bruselas 1910—
funcionaron como escaparates de la modernidad tecnológica, artística y
cultural, atrayendo millones de visitantes y generando representaciones
visuales masivas mediante postales, fotografías,
carteles y películas que circulaban posteriormente amplificando el
alcance de estos eventos (Greenhalgh, 1988). Esta proliferación de imágenes reconfiguró las experiencias perceptivas, los marcos de referencia
visual y las prácticas de memoria de amplios sectores sociales, creando
lo que algunos autores han denominado una cultura
de masas visual característica de
la modernidad del cambio de siglo (Schwartz, 1998).
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) interrumpió bruscamente este periodo de relativa prosperidad y
optimismo, generando una crisis
multidimensional de consecuencias devastadoras. El conflicto movilizó más de 70 millones de combatientes, causó entre 9 y 10 millones de muertos militares, millones
de heridos y mutilados, y provocó millones
de muertes civiles por hambre, enfermedades y violencias asociadas (Winter,
1989). La destrucción material fue extraordinaria: regiones enteras de Francia, Bélgica, Polonia y otros territorios del frente oriental
quedaron devastadas, con ciudades, pueblos, infraestructuras ferroviarias,
carreteras, puentes, fábricas y campos de cultivo destruidos por bombardeos,
batallas y políticas de tierra quemada (Hardach, 1977).
Las consecuencias económicas fueron profundas y duraderas. Los gastos de guerra alcanzaron cifras sin precedentes —estimaciones hablan de entre 260.000 y 339.000 millones
de dólares de la época— financiados mediante endeudamiento masivo, emisión monetaria y aumento de la presión fiscal, generando inflaciones extraordinarias que erosionaron el poder adquisitivo de
asalariados y ahorradores (Hardach, 1977). El sistema productivo se reorientó hacia la
economía de guerra, con expansión de industrias armamentísticas y contracción de
producciones civiles, creando escaseces de bienes de consumo, racionamientos y
mercados negros. La mano de obra
masculina fue movilizada masivamente hacia los frentes, siendo sustituida
en fábricas, transportes, servicios postales y otras
actividades por mujeres, cuya
incorporación masiva al mercado de trabajo remunerado constituyó una transformación social
de consecuencias duraderas, impulsando posteriormente movimientos de emancipación femenina y conquista de derechos políticos (Braybon y Summerfield, 1987).
El periodo de entreguerras (1918-1939) estuvo marcado por inestabilidades políticas, crisis económicas recurrentes y tensiones
internacionales crecientes que culminaron en la Segunda Guerra Mundial. La reconstrucción posbélica enfrentó enormes dificultades: deudas acumuladas,
infraestructuras destruidas, sistemas monetarios desorganizados, flujos
comerciales interrumpidos y tensiones sociales derivadas de expectativas
insatisfechas de mejoras económicas
tras el sacrificio de guerra (Maier, 1975). El Tratado de Versalles (1919) impuso a Alemania reparaciones de guerra extraordinariamente elevadas que generaron
resentimientos profundos, dificultades económicas
persistentes y crisis monetarias
como la hiperinflación alemana de 1923, que destruyó ahorros de clases medias y alimentó rencores contra el orden de Versalles (Feldman, 1993).
Los años 1920 conocieron una recuperación económica relativa, especialmente en Estados Unidos, que emergió del conflicto como principal potencia económica mundial, desplazando la hegemonía europea. Europa experimentó crecimientos desiguales, con recuperaciones en algunos
sectores y países, pero persistencia de desequilibrios estructurales,
desempleo y tensiones sociales. La crisis
de 1929, iniciada con el crac bursátil de Wall Street en octubre de ese año,
desencadenó la mayor depresión económica del capitalismo hasta entonces, con caídas dramáticas de
la producción industrial, quiebras masivas de empresas y bancos,
explosión del desempleo
—que alcanzó tasas
superiores al 25% en Alemania y Estados Unidos— y contracciones del comercio internacional
(Kindleberger, 1973). La crisis tuvo consecuencias políticas devastadoras: deslegitimación de gobiernos liberales incapaces de controlar la
situación, ascenso de movimientos
extremistas de izquierda y derecha que proponían soluciones radicales, y consolidación de regímenes autoritarios y fascistas
que prometían restaurar el orden, la grandeza nacional y la
prosperidad mediante políticas nacionalistas, militaristas y corporativistas
(Payne, 1995).
El fascismo italiano, establecido en 1922 bajo Benito Mussolini, el nazismo alemán, que alcanzó el poder
en 1933 con Adolf Hitler, y regímenes
autoritarios en España, Portugal, Polonia, Hungría, Rumania y otros países configuraron un panorama europeo dominado por crisis de las democracias liberales y
ascenso de alternativas totalitarias
que rechazaban los valores del liberalismo político y económico y
proponían formas de organización social basadas en el nacionalismo exacerbado, el
culto al líder, la militarización de la
sociedad y la persecución de enemigos internos y externos (Payne, 1995;
Kershaw, 2000). Las tensiones
internacionales se intensificaron durante la década de 1930: Japón invadió Manchuria en 1931, Italia conquistó Etiopía en
1935-1936, Alemania remilitarizó Renania
en 1936, anexionó Austria en 1938 y ocupó Checoslovaquia en 1939, mientras la Guerra Civil española (1936-1939) funcionó como
preludio de la conflagración europea, con intervenciones de potencias fascistas y
democráticas que anticipaban los alineamientos de la guerra
mundial inminente (Preston, 2006).
Este contexto de transformaciones aceleradas, prosperidad desigual, crisis recurrentes y conflictos devastadores configuró el marco histórico en
el que emergió, se consolidó y
finalmente declinó la tarjeta postal ilustrada como medio de comunicación masivo. La postal fue producto de las innovaciones tecnológicas de la Segunda Revolución
Industrial, de la urbanización
y la movilidad crecientes, del turismo de masas emergente, de la sociedad de consumo y de la cultura visual moderna. Funcionó como dispositivo que articuló estas dimensiones, vehiculando imágenes de ciudades, monumentos, paisajes y tipos humanos
que construyeron imaginarios colectivos sobre territorios y identidades.
Durante la Primera Guerra Mundial,
la postal se convirtió en instrumento de propaganda
y de mantenimiento de vínculos personales en contextos de separación forzada. Durante el periodo de entreguerras, continuó
circulando masivamente aunque enfrentando competencias crecientes de otros
medios visuales como el cine y la fotografía de
prensa. El estallido de la Segunda
Guerra Mundial en 1939 marcó el fin
de este primer ciclo de la postal ilustrada, que posteriormente experimentaría transformaciones profundas en contextos históricos radicalmente diferentes.
Referencias
- Bairoch, P. (1988). Cities and economic development: From the dawn of history to the present. University of Chicago Press.
- Boyer, M. (2002). L'invention du tourisme. Gallimard.
- Braybon, G., & Summerfield, P. (1987). Out of the cage: Women's experiences in two world wars. Pandora Press.
- Caron, F. (1979). An economic history of modern France. Columbia University Press.
- Charle, C. (2011). Discordance des temps: Une brève histoire de la modernité. Armand Colin.
- Feldman, G. D. (1993). The great disorder: Politics, economics, and society in the German inflation, 1914-1924. Oxford University Press.
- Freund, G. (1974). Photography and society. David R. Godine.
- Greenhalgh, P. (1988). Ephemeral vistas: The Expositions Universelles, Great Exhibitions and World's Fairs, 1851-1939. Manchester University Press.
- Hardach, G. (1977). The First World War, 1914-1918. University of California Press.
- Hobsbawm, E. J. (1998). The age of empire, 1875-1914. Vintage Books.
- Hohenberg, P. M., & Lees, L. H. (1985). The making of urban Europe, 1000-1950. Harvard University Press.
- Kershaw, I. (2000). Hitler, 1936-1945: Nemesis. W. W. Norton.
- Kindleberger, C. P. (1973). The world in depression, 1929-1939. University of California Press.
- Landes, D. S. (1979). The unbound Prometheus: Technological change and industrial development in Western Europe from 1750 to the present. Cambridge University Press.
- Maier, C. S. (1975). Recasting bourgeois Europe: Stabilization in France, Germany, and Italy in the decade after World War I. Princeton University Press.
- Miller, M. B. (1981). The Bon Marché: Bourgeois culture and the department store, 1869-1920. Princeton University Press.
- Mokyr, J. (1990). The lever of riches: Technological creativity and economic progress. Oxford University Press.
- Payne, S. G. (1995). A history of fascism, 1914-1945. University of Wisconsin Press.
- Pollard, S. (1981). Peaceful conquest: The industrialization of Europe, 1760-1970. Oxford University Press.
- Preston, P. (2006). The Spanish Civil War: Reaction, revolution, and revenge. W. W. Norton.
- Sadoul, G. (1949). Histoire générale du cinéma. Denoël.
- Schwartz, V. R. (1998). Spectacular realities: Early mass culture in fin-de-siècle Paris. University of California Press.
- Schwartz, J. M., & Przyblyski, J. M. (Eds.). (2004). The nineteenth-century visual culture reader. Routledge.
- Sutcliffe, A. (1970). The autumn of central Paris: The defeat of town planning, 1850-1970. Edward Arnold.
- Urry, J. (1990). The tourist gaze: Leisure and travel in contemporary societies. Sage Publications.
- Winter, J. M. (1989). The experience of World War I. Oxford University Press.
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